*Paloma Colipava*
Durante dos días, esa pequeña habitación era mi mundo.
Nos daban comida dos veces al día, por lo menos nos daban algo para romper la monótona espera. El miedo de lo que pasaría con cada tictac del reloj, me dejaba vacía.
Las horas restantes las pasábamos mirando a la nada o mirándonos las unas a las otras.
Algunas hablaban en susurros, pero yo no. Me quedé sentada rodeada de un manto de silencio. Me habían quitado la libertad, pero la tomaría de vuelta.
Toda mi vida había sido sumisa y esclava. Incluso con Brax, nunca tuve la fuerza para decirle la verdad. Todo eso cambió en los dos días que había estado aquí pensando. Me quité el miedo a ser reprendida, y abracé la ferocidad. Conjuré a la ira, partiendo de ella como una capa impenetrable. Nunca más volvería a ocultar mis verdaderos sentimientos, o dejar de perseguir lo que realmente deseaba. Y lo que más deseaba era la libertad.
Nuestra comida era entregada por el mismo joven con la cicatriz desde la ceja hasta la mandíbula.
El que le había cosido la herida, hizo un pésimo trabajo, y tenía la piel tan arrugada que me hubiera compadecido de él si no viviera con mis secuestradores.
No era muy grande, pero se movía con fuerza a pesar de su cuerpo escuálido. Podríamos derrumbarlo si las otras mujeres me ayudaban.
Incluso si pudiéramos hacer eso, ¿llegaríamos mucho más lejos? Había guardias fuera de la puerta y no sabía qué había fuera de aquí. Ciudad, bosque, zonas urbanas o campo. No tenía sentido hacer ningún movimiento hasta que lo supiera. El conocimiento era poder y la sorpresa era la clave.
El segundo día por la tarde, la puerta se abrió de golpe. No era la hora de cenar y mi corazón se aceleró cuando el señor de la chaqueta de cuero merodeó por la habitación. Sus ojos depredadores se fijaron inmediatamente en mí. Se me olvidó todo mientras él sonreía maliciosamente, dirigiéndose directamente hacia mí.
El miedo corría por mis venas, quemando mi dolorido cuerpo, un recordatorio peligroso acechaba en cada centímetro de este lugar. La autocomplacencia no era una buena idea.
“Ven conmigo, puta.” Los dedos se envolvieron alrededor de mi dolorida muñeca, y me levantó. Lamiéndome los labios agrietados, él me arrastró hasta la puerta. ¡No! No quería salir, no así.
Apreté las rodillas, intenté encontrar algo para agarrarme con los pies descalzos, pero no pude conseguir alguna tracción. Él tiró con fuerza, golpeándome contra su denso cuerpo. El de la chaqueta de cuero apestaba a sudor y a metal.
Las mujeres empezaron a llorar, un llanto de confusión en medio de un pesado silencio. Nuestro pequeño oasis de locura se hizo añicos.
Me retorcí, tratando de quitar sus dedos de mi muñeca, pero se dio la vuelta y me abofeteó. Mi mejilla ardía de dolor y cerré los ojos.
“¡Obedece!” A menos que quieras que te deje inconsciente de nuevo,” gruñó chaqueta de cuero. Reajustó su agarre y me arrastró por el pasillo. Me escocía la cara, pero empujé rápidamente la incomodidad fuera. El dolor era una distracción, tenía que centrarme.
Todos los hombres tenían el cabello oscuro y sombrío. Una mujer lloró y luego se unió a los gritos de la horrible sinfonía. Mi corazón estaba con ellas. No era solo yo por quién habían venido.
Mi pulso latía cada vez más rápido con cada metro que el hombre de la chaqueta de cuero me arrastraba. Pasamos una puerta cerrada, entonces me empujó hacia adelante y tropecé con un bloque de duchas. Muchas duchas, con los azulejos agrietados y blancos, jabones cubrían el suelo, asemejándose a un gimnasio o a una cárcel.
Oh, Dios.
El hombre de la chaqueta de cuero me sacudió el hombro y me giró para mirarle.
“Desnúdate.”
Una explosión de desafío creció en mí, y le escupí en la cara. De ninguna manera iba a desnudarme delante de él. No podía.
Sólo Brax me había visto desnuda, era su regalo, de nadie más.
Que te jodan. Que se joda todo esto. Nunca había sido valiente, pero todo había cambiado. Era el momento de abrazar a mi nuevo yo.
Él se rio entre dientes. “Así que, te gusta duro, puta.” Antes de que pudiera darme cuenta, me pegó un puñetazo, y todo se quedó negro. Oh, Dios, el dolor era mucho peor que una bofetada. Gemí, agarrándome la cara. Nunca me habían pegado, pero esta era la tercera vez en varios días.
Sus manos agarraron el cuello de mi camiseta y tiró. El sonido de la camiseta rompiéndose hizo eco en el bloque de duchas. Lloriqueé cuando el aire fresco lamió mi estómago y mi pecho desnudos. La neblina de dolor se fue poco a poco y me hice a un lado, tratando de escapar. Pero él estaba en plenas facultades y yo no, así que me atrapó.
Gruñó, abofeteándome de nuevo. “Eres salvaje, pero eso no te salvará. Simplemente no conseguirás los buenos compradores, y vas a terminar drogada y con un derrame cerebral”. Se inclinó y me lamió la mejilla.
Me estremecí, rechazándole.
“Si quieres otro puñetazo en tu bonita cara, vuelve a moverte,” dijo intentando convencerme.
Ahora mismo un centenar de elefantes galopaban en mi cráneo, no podía con más. Mi alma quería pelear, pero mi cuerpo se quedó inmóvil, obedeciendo.
“Buena chica,” susurró, tratando de coger mis leggins y tirando de ellos en un solo golpe. Un fuerte tirón en la cadera rompió mi ropa interior, y unas manos buscaron a tientas para quitarme el sujetador.
Cayó al suelo, dejándome más expuesta que nunca.
Estaba desnuda, de pie delante de un secuestrador, violador y sádico hijo de puta.
Estaba temblando, y junté los brazos alrededor de mi pecho desnudo. El hombre se rio entre dientes mientras me miraba. “Tienes buenas tetas. No puedes ocultarlas para siempre. Métete en la ducha y límpiate.” Me empujó hacia el área llena de jabón.
Me tropecé, pero fui de buena gana. Significaba que estaba lejos de él, lejos de su hedor y podredumbre. No pienses que te está mirando. Nada de esto puede afectarte si no lo permites.
Me aferré a esa idea y me agaché para coger un trozo seco de jabón.
Llegaron más mujeres, los hombres las acorralaron. Cada una fue sometida al mismo tratamiento, excepto la paliza y me di la vuelta cuando sus ropas caían al suelo. El chico de la cicatriz cogía las pertenencias y desaparecía. El armario de nuestras vidas pasadas se había, así como así. Simbolizaba más que desvestirse, era un mensaje: les pertenecíamos. Ya no teníamos el derecho de llevar lo que quisiéramos, ir a donde necesitábamos, querer a quien quisiéramos. Nos habíamos reducido a chicas desnudas y temblorosas.
La crudeza de la realidad golpeó duro a muchas de ellas, y se derrumbaron en el suelo sólo para ser pateadas y obligadas a meterse en la ducha común.
Me tragué las lágrimas saladas y encendí el grifo, tratando de sacarle espuma al viejo jabón.
El agua salía fría, pero me sentía en el cielo porque estaba limpiando la mugre y las penurias. No quería pensar en la razón por la que nos estábamos lavando. Ese era el futuro y era mejor no pensarlo. Me tenía que centrar en el presente, mantenerme sana y no dejar que mi imaginación se llenara de horror.
Se formaron lentamente burbujas en el jabón, me pasé los siguientes diez minutos rozándolo contra mi piel y enjaboné mi pelo. Quería lavar lo que había pasado. Deseando que el agua se llevara mi infelicidad por el desagüe, llevándome a mí también. Seguramente, las alcantarillas serían mejor que esto.
“¡Basta!” gritó uno de los carceleros.
Obedecimos, nos enjuagamos bajo el frío chorro y nos dirigimos a un banco donde había un montón de toallas apolilladas. Envolví mi cuerpo en una toalla descolorida y sentí que una cuerda se cerraba alrededor de mi cuello. Salté e intenté arañarla.
El hombre de la cicatriz quedó a la vista, hablando suavemente.
“No van a ser más lo que eran. Olvídense de su pasado porque nunca volverán a él.”
Se inclinó hacia delante y me congelé. Lo subestimé porque nos traía comida, estúpidamente pensé que era mejor que los otros, pero no. Tenía la misma maldad que los otros.
“Sígueme.” Él se alejó, tirando de la cuerda. Mi espalda se arqueó pon la presión, obligándome a trotar para ir a la misma vez que él. Había sido degradada de humana a perra en un solo acto.
Quería gruñir e hincarle los dientes en su brazo. Si él quería que fuese un animal, podía serlo. Las duchas desaparecieron mientras le seguía. ¿A dónde diablos me estaba llevando? Apreté los ojos cerrados. No quería saberlo.
¿Y si ahora que estaba limpia, iban a violarme? Me pondrían en algún prostíbulo y me obligarían a tomar drogas y nunca volvería a ser quién era. Nunca sería libre.
¡No!
Pisé los ladrillos ya que iba descalza. Me dolían los pies y estuve a punto de asfixiarme cuando se tensó la cuerda.
“¡Muévete!”
El hombre de la cicatriz me miró, presionando su cuerpo duro contra mi toalla. Todo mi ser se rebeló porque estuviera tan cerca, y apreté los dientes. No podía dar un paso atrás en defensa. Me quedé allí mirándole a los ojos negros, tan quieta como fuese posible.
“No. No me voy a mover. No tienes derecho sobre mí ni sobre las otras mujeres si nos tratan así, déjanos ir” Mi voz tembló de miedo, mi salvaje corazón. Podría perder mi vida por desobedecer, pero no podía irme sin luchar. No podía darme por vencida tan fácilmente.
Mi familia me había pisoteado y no iba a dejar que estos bastardos hicieran lo mismo.
Escuché murmullos sorprendidos detrás de mí. Miré hacia atrás y me horroricé. Mis compañeras estaban atadas y en fila, como ovejas que van al matadero.
Las empujaron cuando el hombre de la chaqueta de cuero vino hacia mí. El hombre de la cicatriz dejó caer mi cuerda y dio un paso hacia atrás.
Oh, mierda. Agachándome, puse los brazos sobre la cabeza, tratando de protegerme, pero no sirvió de nada.
El hombre de la chaqueta de cuero me tiró al suelo y empezó a darme patadas. Sus botas me rompieron una costilla, escuché un chasquido, grité y me hundí en una bola.
No podía respirar. No me podía mover. Ni siquiera podía llorar, el dolor era insuperable. Siguió golpeándome en los pechos, en el estómago, en los muslos, en los tobillos. Cada golpe era peor que el anterior.
Otro grito salió de mi mientras un golpe captaba mi plexo solar, causando que la toalla se desatara. Estaba más allá de la simple agonía. Estaba en el infierno.
Él dijo algo en su lengua materna, me cogió del pelo y me levantó. Mi piel se arrugó con terror cuando él se alejó, ganando impulso para golpearme la cabeza contra la pared.
"¡Basta!" [1]
Sabía lo que significaba esa palabra. Suficiente. El hombre de la chaqueta de cuero me soltó y me caí al suelo. Cada centímetro de mí gemía de dolor. El frío de la madera contra mi piel desnuda me recordaba que había sido golpeada. Eres tan estúpida, Tess. Tan, tan estúpida. No puedes ganar. Sólo tienes que darle lo que quieren. La situación iba a ser peor si desobedecía: un desastre temblando en el suelo, incapaz de hacer nada, sólo sentía debilidad.
Brax. Cómo deseaba que Brax estuviese aquí. Él sabría qué hacer. Cómo mantenerme a salvo. Era una ignorante al pensar que podía hacer frente a todos estos hombres.
De todos modos, ¿quiénes eran ellos?
Me aferré a una palabra: traficantes. Sonaba como un huracán furioso, aterrorizándome más. Por mucho que quisiera negarlo, lo sabía.
Iban a traficar conmigo. Estas mujeres y yo íbamos a desaparecer por todo el mundo, nos iban a cambiar por dinero, sin tener en cuenta que éramos personas, nos estaban cambiando como mercancía.
Había leído noticias horribles sobre la venta de mujeres de contrabando sólo unos pocos días antes. Sólo mis padres y Brax sabían que estábamos en México. Mis padres jamás sabrían que había desaparecido, nunca me llamaban ni me mandaban mensajes. Pasarían meses hasta que se diesen cuenta de mi ausencia. Y Brax. Mi corazón se aceleró. Por todo lo que sabía Brax podría estar muerto. Muerto, frío y azul bajo los urinarios del baño.
El hombre de la cicatriz empujó al hombre de la chaqueta de cuero, reclamando mi correa. Tiró de la cuerda, tirándome a la vez del cuello. “Levántate”.
Me entraron ganas de reír. ¿Esperaba que me levantase cuando mi cuerpo estaba roto? Sin embargo, la paliza me había enseñado algo. La obediencia era primordial. No había nada malo en seguir órdenes si eso significaba sobrevivir otro día más.
Así que a pesar de que mataría, trate de levantarme torpemente.
Respirando con dificultad, aunque mi cuerpo quería llorar, mis ojos se mantuvieron secos. Estos hombres no merecían mis lágrimas.
El hombre de la cicatriz envolvió los dedos alrededor de mi bíceps, tirando de mí. Me sonrió y se encogió de hombros. “Puedes hacer esto fácil. Es sólo temporal. Guarda la lucha para tu nuevo dueño.”
Mi mente se quedó en blanco con el shock y parpadeé. Él había confirmado mis sospechas y me hubiera gustado equivocarme.
El hombre de la cicatriz me tiró hacia adelante, por su agarre y por la cuerda. Las heridas me gritaban, especialmente la costilla rota, pero seguíamos juntos por el pasillo. Vi que había mujeres sorprendidas en diferentes habitaciones. ¿Volvería a verlas?
El hombre de la chaqueta de cuero sonrió mientras abría una puerta, y el hombre de la cicatriz me guio al interior. Al igual que la celda en la que vivíamos, era una habitación sin ventanas, con una sola puerta.
El chasquido del candado desató el pánico en mi pecho como una bomba atómica.
Todo lo que había allí era indescriptible, aparte del artilugio de tortura que había en el centro de la habitación, media silla de dentista y media mesa de ginecólogo.
Junto a ella había una mesa de acero inoxidable llena de horribles instrumentos, todo relucía tenebrosamente bajo el gran foco de luz.
Mi boca se cerró de golpe, y me acurruqué, tratando de hacerme invisible. Apágate, Tess. Desaparece de este infierno.
Las agujas, bisturís, frascos de cristal llenos de líquido y correas de cuero anunciaban mi destino. No tenía energía para soportar el dolor. No podía sentarme en esa silla, no podía.
La cuerda que había alrededor de mi cuello me apretó más fuerte y me arañé la garganta con las uñas rotas y los dedos ansiosos. “¡No!”
Otro conjunto de manos de una persona desconocida me envolvió, me arrastró y me llevó a la silla. Juntos, me tiraron en el cuero chirriante, manchado de sangre y El hombre de la cicatriz iba detrás, tirando de la cuerda, por lo que me tenía que acostar o ahogarme.
Mi piel se pegó al cuero, haciendo sonidos de succión junto con mi respiración llena de pánico.
Apareció la persona que había ayudado a colocarme en la silla.
Mi corazón se apretó con indignación. Una mujer joven y cruel, con una cortina brillante de pelo negro que enmarcaba su rostro. Cuando miré sus labios noté que fumaba, y tenía los mismos ojos negros que los hombres. Una máscara quirúrgica colgaba de una de sus orejas y se estaba enfundando guantes de goma.
La ira me consumía. Había una mujer involucrada en tráfico de mujeres, una traidora a su propio sexo.
“¿Cómo puedes hacer esto, puta? ¿Cómo puedes ser parte de esto?”
El hombre de la cicatriz apreció de detrás mía y me tocó la mejilla en señal de advertencia. La mujer no respondió, pero desvió la mirada. No por vergüenza, sino para asegurar las correas de cuero alrededor de mis antebrazos. Una vez segura, me extendió las piernas en los estribos y me aseguró los tobillos, los apretó tanto que parecía que me estaban mordiendo la piel.
La humillación estaba pintada en mis mejillas por haber sido tan expuesta, tan indefensa. Ni siquiera había peleado.
A través de las paredes, oí un grito rápido y fuerte, pero se apagó tan pronto como llegó. Mis ojos se abrieron como platos. Oh, dios mío, ¿qué estaba pasando?
La respiración me raspó. La mujer aseguro la máscara alrededor de su boca y rasgo un paquete estéril.
Mis ojos querían cerrarse, para evitar saber lo que había ahí, pero no podía apartar la mirada. Miré con enferma fascinación a una aguja como una pluma y un frasco con líquido negro.
¿Qué era esa cosa?
El hombre de la cicatriz cogió otra botella y me roció la cara inferior de la muñeca, empujando el brazalete de Brax más arriba. Mi corazón se apretó con la dolorosa pérdida. Brax. El brazalete era lo único que me permitieron guardar. El agradecimiento me abrumó, al menos estos cabrones no me lo habían robado también.
Utilizando un pedazo de algodón, El hombre de la cicatriz me secó la muñeca, antes de asentirle a la mujer.
Ella se inclinó sobre mi brazo, y me colocó algo que arrancó de la mesa, pegándolo a mi piel húmeda. Lo alisó contra mi piel, por lo que la imagen se adhirió antes de rasgarse un poco, dejando un contorno de color púrpura de un código de barras.
Quitando la imagen, cogió la pluma con el vial negro, apretó un botón y escuché una vibración de ruido mecánico.
Mierda, ¡me iban a tatuar! Nunca me había tatuado antes, nunca me había gustado nada lo suficiente como para querer que permanecía para siempre en mi piel, y definitivamente no quería que fuese un código de barras.
“¡Para!”
El hombre de la cicatriz acercó la cara a la pistola de tatuaje mientras entraba en mi piel. Pequeños y chicos dientes me herían.
“Tienes que aceptar que ya no eres una mujer. Eres mercancía y la mercancía debe tener un código de barras para venderse.”
Quería escupirle, pero me abstuve. Era degradante que nos trataran como ganado, y me mordí el labio. Me lo quitaría con láser tan pronto como escapara.
La quemadura me siguió doliendo más conforme pasaban los segundos.
Ya no era Tess, era signo de dólares.
Finalmente, cuando terminó el tatuaje, di un grito ahogado mientras la mujer me echaba una especie de gel sobre él y envolvía mi muñeca con plástico.
Las líneas negras parecían obscenas contra mi piel enrojecida e inflamada.
Mi primer tatuaje y me habían degradado a perro. Una cosa desechable. Un artículo, ni más ni menos.
Mis ganas de pelear se habían ido, y me había dejado bajo una avalancha de infelicidad. Cada parte de mí estaba herida: mi corazón, mi cuerpo y mi alma. Me habían enterrado profundamente en el hoyo donde vivían las serpientes y los monstruos, revolcándose en autocompasión.
La mujer se quitó los guantes y se puso unos nuevos. Se fue al final de la mesa, colocándose entre mis piernas. Había pasado de tatuadora a ginecóloga.
Oh, demonios, esto es demasiado.
Apreté los ojos, rodando la cabeza hacia un lado. Me obligué a salir de este lugar, para flotar y desaparecer, pero sus dedos me tocaron y me mantuvo anclada a la desesperación.
Estuvo inspeccionando entre mis piernas muchísimo tiempo antes de que finalmente me acariciara el muslo como un perro bueno. No había ladrado ni mordido. Había dejado que me poseyera y no había emitido ni un quejido.
La mujer dejó de tocarme las piernas y yo las apreté, juntando mis rodillas.
El hombre de la cicatriz se rio. “Mantener las piernas juntas no te salvará. Hay muchos otros lugares para violarte.”
Tragué saliva y el ruido de las correas de cuero que golpeaban la mesa de metal me puso la piel de gallina.
Por favor, que esta inspección humillante y degradante haya terminado.
Abrí la boca para pedir ser puesta en libertad, pero el crujido de otro paquete estéril me aterrorizó.
La mujer apareció con algo pequeño frente a mí con una sonrisa cruel. La jeringa brillaba bajo la luz. Mi corazón se aceleró. “No. Me comportaré. No tienes que drogarme, por favor.”
La idea de vivir permanentemente drogada me aterrorizaba más. La mujer no contestó y me sacudí, tratando de liberarme de las restricciones.
No podía apartar la mirada de la jeringa, esperando a que me inyectara lo que fuera en el brazo, pero no iba a por esa parte del cuerpo.
Sus dedos cubiertos de látex me quitaron el pelo enmarañado del cuello y me clavó la aguja en la carne suave que había detrás de mi oreja.
Grité como si me hubieran disparado y mutilado. La quitó, se rio y le dijo algo en español al hombre de la cicatriz. Tiró la jeringa a un contenedor y cogió un iPhone para mirar algo. Entregándoselo a él, me miró la última herida. Mi piel no paraba de palpitar.
Unos sonidos fuertes llenaron la habitación.
“Se está vinculando el código de barras,” murmuró él.
¡No! Se había arruinado todo mi valor y la esperanza de escapar. No sólo me habían marcado, sino que me habían etiquetado también. Incluso si escapaba, me podían rastrear.
Las lágrimas se me cayeron, desesperadas por ser derramadas. No había pensado cómo escapar, pero por lo menos la idea estaba ahí. Ahora, me la habían quitado.
Tragué saliva con fuerza, tratando de mantener mis ojos secos. El hombre de la cicatriz me había liberado los brazos y me había quitado la soga del cuello.
Me tomó un tiempo comprender que era libre, y aún más tiempo intentar que mi cuerpo dolorido se moviera.
Él me ayudó a levantarme, hice una mueca y sentí el dolor de las costillas, y no me importó estar desnuda.
Aspiré y traté de sentarme recta, pero decidí acurrucarme. Este era el peor día de mi vida. No, eso no era cierto. El peor día fue el que me secuestraron, cuando pegaron y abandonaron a su suerte a Brax. Un sollozo quería salir, pero me lo tragué de nuevo. No podía pensar en Brax, o en la pesadilla que estaba viviendo ahora.
Apareció una bolsa marrón en mi regazo. El hombre de la cicatriz capturó mi barbilla, haciendo que lo mirase a los ojos. “Buena chica. Tendrás futuro. Es fácil, ¿no?” Él me acarició la mejilla, la primera caricia desde que llegué a este infierno. Después del abuso del hombre de la chaqueta de cuero, quería que me abrazaran, pero eso nunca sucedería.
Sigue luchando, Tess. Nunca dejes de luchar.
El calor iba metiéndose dentro de mí, disipando el dolor y las confusiones. Tenía que luchar por todo lo que había dejado atrás. No iba a ceder.
Miré a la mujer que me había marcado y etiquetado. “Te odio. Algún día sufrirás lo que están sufriendo tus víctimas. Algún día, el karma llegará y te morderá el culo.” No tenía ni idea de si mi promesa se iba a hacer realidad, pero me gustaría que sí y poder salvar a estas mujeres inocentes.
Los odiaba. Odiaba todo.
El hombre de la cicatriz resopló y me quitó la bolsa de papel de las manos. La abrió, cogió la ropa y me la tiró. “Vístete.”
La cogí y me deslicé con cuidado de la silla. Me puse el suéter marrón haciendo una mueca y jadeando. Lo siguiente fueron las bragas blancas, seguidas de medias hasta los muslos. Nada más.
Me vistieron con eficacia como a una muñeca. Una muñeca rota sin valor.
Me estaba acordando de cosas tan superficiales como los armarios. La ropa te ofrecía protección, aunque las medias picaban y no eran muy cálidas, al menos no estaba desnuda.
La mujer me dio un cepillo del pelo y lo tomé vacilante. ¿Me lo estaba dando? ¿Se había conmovido?
Me quité todos los enredos antes de entregar el cepillo. Mi piel olía a jabón barato y mi pelo estaba encrespado sin acondicionador, pero me sentí mejor.
Más preparada para enfrentar lo que iba a venir después.
Me picaba el tatuaje debajo del vendaje, y quería arrancármelo para ver el código de barras con más detalle. ¿Me podrían escanear ahora? ¿Qué detalles habían puesto en esa marca?
No me habían pedido ninguna información personal. No les importaba quién era yo, sólo en lo que me estaba convirtiendo.
Algo que iba a ser vendido.
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