-->

martes, 21 de febrero de 2017

PENNIES - CAPITULO 3


A Nadie,

 

Mi madre siempre me dijo que los matones son gente, también.

 

Ella me advirtió que nunca juzgara las primeras impresiones o ser superficial como los demás. Dijo que no era mi lugar para criticar, sin saber si ellos están sufriendo o viviendo una vida terrible mientras molestan a los otros.

 

Bueno, yo me atrevería a estar en desacuerdo en mi situación actual, pero de nuevo, estos hombres no son matones, son monstruos. Así que supongo que la regla de mi madre esta a salvo.

No juzgues. Escucha.

Ella me prometió que me mantendría en buen lugar, y haría amigos, no enemigos. Lo que no me dijo era que a nadie le gustaba verse como un espécimen, y todo el mundo odiaba un compasivo sábelo todo.

Y fue por eso que me convertí en un blanco.

O al menos ... eso creía.

 

 

Veras, Nadie, todo comenzó como una noche normal. Me vestí en mi habitación frente a la de mi madre. Me metí en los tacones bajos que ella había elegido, en el vestido sin un hombro que ella había seleccionado, y me subí al taxi que ella había llamado.

Estaba agradecida de ser incluida porque normalmente no lo estaba.

 

Estaba orgullosa de mi madre. Respetuosa, cuidadosa ... pero no adorada. Ella me amaba, pero no tenía tiempo para niños tontos, incluso si esa niña tonta era su hija. Ella se aseguró de que yo fuera madura y sabia para que pudiera defenderme por mí misma mientras ella trataba con matones adultos en una base diaria. Ella ofrecía sus servicios al Estado para aliviar las cargas de psicópatas y pedófilos.

Ella nos trató a todos como conejillos de indias, queriendo entrar en nuestras mentes, preguntar por qué hacía algo en lugar de reprenderme. Exigiendo palabras articuladas en lugar de desorganizadas muestras de emoción.

Mis amigos me llamaron loca por confiar en la guía de mi madre. Pero yo era una buena chica, una hija amable, una niña guiada por una mujer que se ganaba la vida levantando el velo en el que se esconden los humanos. Ella me hizo creer que tenía la misma magia, y era mi deber ayudar a aquellos que no tenían tal don.

Ella me hizo lo que era.

Supongo que tengo que estar agradecida por eso porque, sin su educación estricta, sería como las niñas lloronas incluso ahora en esta esquina, mientras esperábamos a ser recogidas para lo que viniese a continuación. Agradezco a la mujer que me dio a luz por darme estas habilidades en la vida, pero eso no significa que alguna vez la perdonaré.

Desde las 9:00 p.m. a la medianoche, estuve a salvo. Me mezclaba con los trajes y me entretenía en susurros, representando a mi madre y su negocio con el aplomo que ella exigía.

Sólo, alrededor de esa hora de brujería cuando las reglas se relajaban y el cansancio se arrastraba bajo la obscuridad de la diversión, conocí a un hombre. Mientras mi madre embriagaba a los benefactores con su ingenio y su encanto, ganando donaciones generosas para su obra de caridad por el bienestar mental de las personas en el corredor de la muerte (por qué alguien querría donar, yo no tenía ni idea), un misterioso hombre llamado Mr. Kewet coqueteó conmigo.

Se rio de mis chistes adolescentes. Se entregó a mis caprichos infantiles. Y me enamoré de todos los malditos trucos de su cobarde arsenal.

Mientras otros rodeaban a este hombre, notando instintivamente algo malo, hice mi misión, hacerle sentir bienvenido. No dejé que la voz dentro de mi cabeza me advirtiera; En cambio, yo creía en la firme y rápida regla de 'No juzgues. Escucha.'

Mi madre me enseñó mal.

Ella me hizo simpatizar en lugar de temer.

Ella me hizo creer en el bien en lugar de reconocer lo malo.

Bailé con mi asesino.

Sonreí cuando él me acorraló afuera. Intenté calmarme mientras me amenazaba.

Y cuando sus manos me rodearon la garganta y me estrangularon, seguía creyendo que podía redimirlo.

Me mató en el balcón del salón de baile a unos metros de distancia de mi madre.

Y durante todo el tiempo en que lo hizo, todavía pensaba que era él quien necesitaba ser salvado, no yo.

“Se acabó el tiempo. Será mejor que estés lista para salir.”

Mi lápiz dejó de escribir en mi papel higiénico. Necesitaba escribir lo que pasó después de caer inconsciente en el abrazo asesino del señor Kewet. Cómo me había devuelto a la vida en un mundo que ya no reconocía. Cómo todo lo que había sabido y todo lo que tenía sentido estaba repentinamente revuelto y era totalmente extraño.

Pero el hombre de la máscara veneciana había regresado, cruzando los brazos sobre su enorme y desnuda masa. Incluso su voz era indescriptible sin acento ni insinuación. Sin rasgos faciales ni claves raciales, no tenía idea de dónde había sido transportado y de a qué país pertenecía.

Estrujando mi puñado de párrafos con garabatos de lápiz, me metí el pañuelo en mi corpiño con perlas. Mis dedos arrastraron el vestido decorativo para susurrar sobre mi garganta. Incluso ahora, las sombras de los golpes me marcaban. Ser estrangulada fue una muerte dolorosa. Y una que dejaba restos en los dolores y las contusiones, siempre allí para recordar cuando se vislumbran en un espejo.

Me había matado. No había podido detenerlo.

¿Por qué no me había dejado muerta?

¿Por qué no podría haber terminado en cambio de solo comenzar?

Porque tú vales mucho más viva.

Enderecé mi espalda.

Me había secado el cabello y aplicado el rimel y el lápiz de labios. No sabía por qué me molesté con ello. Sin embargo, la belleza podría ser una maldición que me podría dar un destino más amable. En mi inquietante razonamiento, pensé que cuanto alguien más pagara por mi, mejor sería mi tratamiento en general.

A menos que se produzca un contratiempo y un multimillonario psicótico me compre para ser la práctica de tiro.

Mi garganta se cerró mientras mi corazón hacía todo lo posible para encontrar una escalera y salir de mi pecho. Lo tragué de nuevo. Por mucho que no quería enfrentarme a esto, necesitaba que mi corazón latiera si tenía alguna posibilidad de sobrevivir.

Cortando los azulejos, me alisé mi bata blanca como si me presentara a la primera ministra. Los botones pintorescos en la parte posterior habían sido asegurados gracias a la ayuda de la pelirroja. El satén besó mi cuerpo sin ropa interior para proteger la piel sensible de mis pezones y mi núcleo y caía suavemente sobre el suelo a un milímetro. Las medidas eran exactas, hasta el tamaño de los tacones blancos de 5 cm en mis pies.

Yo nunca había sido una fan de blanco. Yo prefería demasiado usar el negro - porque daba la imagen de autoridad (según mi madre) -o colores pasteles dependiendo de mi estado de ánimo en clase.

El blanco era de un mantenimiento demasiado alto. Se ensuciaba con manchas de vida en los momentos de ponerlo. Pero también concedía una inocencia que ayudo a entender por qué mis traficantes me habían vestido con él. Mi pelo parecía más brillante; Mis ojos verdes más grandes, mi tez más bonita.

La muchacha vestida de negro parecía dura y vieja, mientras que la pelirroja de color gris parecía lavada y ya mendigando una tumba.

Si estábamos a punto de entrar en la guarida de un lobo, no quería oler a sangre antes de la pelea. Manteniendo mis hombros hacia atrás, pasé a un lado del guardia y me puse al lado del de la máscara de león.

Silenciosamente, seguí a nuestros carceleros y me dirigí al triste tren de esclavas por el pasillo, por los ascensores y hasta el nivel dos.

Allí, la conmoción fue recibida con sonidos de conversación, risas masculinas, y un piano suavemente tocado.

Hacía tanto tiempo que no escuchaba música ni sentía el cálido buffet de los cuerpos que me perdí a mi misma. Olvidando mi necesidad de permanecer al margen y sin tocar, me detuve. Mi olvido me ganó un golpe al lado de la cabeza cuando máscara de León me empujó hacia adelante.

Tropecé por primera vez desde que respondí durante la primera paliza que había soportado y sufrido a través de la lección de ser la nueva.

Ojos se centraron en mí desde todos los rincones de la habitación.

Ojos hambrientos.

Ojos locos.

Ojos terribles y llenos de lujuria.

Todos mirando desde detrás de un tesoro de papel mache y yeso de máscaras de París.

Un proyector se movió desde la bola de plata brillante que empapaba el espacio con luces centelleantes directamente sobre nosotras. El piano dejó de tocar mientras que las dos chicas y yo hicimos nuestro camino al centro de lo que solía ser una pista de baile bajo la dirección de los hombres con mascaras de Veneciano y León.

Ahora, era una pluma en el mercado. Completa en el podio para ser inspeccionada y subastada con su martillo. Las dos chicas con las que me había duchado sollozaban mientras se alineaban en una procesión de otras mujeres. Mujeres que habían vivido en este hotel conmigo, pero que nunca había visto. Mujeres de todas las edades y etnias, todos robadas de su lugar de derecho y tratadas como ganado.

Mis amigos no me echarían de menos porque no me entendían. No tenía novio que me llorará, ni padre que me buscará. En cuanto a las conexiones y la familia, estas me faltaban.

Supongo que se me ha hecho más fácil apagar el deseo de amar y ser amada, sabiendo que nunca volvería a sentir una cosa así. Pero también dolía más porque, al menos, si hubiera tenido esas cosas, podría decir que había vivido brevemente; Que no había tomado mi libertad por sentado.

Ahora, todo lo que conocía era el cautiverio.

Cuando un hombre con un traje perfectamente planchado y una máscara de verdugo negro se paseaba por la habitación con un micrófono en los labios ocultos, la atmósfera se silenció con la expectativa.

“Bienvenidos, señores, al MTB[1], también conocido como Mercado Trimestral de Bellezas”. Moviendo la mano por la línea de mercancías, él dijo “Como pueden ver, tenemos una para cada uno esta noche”.

Una a una, nos señaló.

Éramos las únicas descubiertas y expuestas. Una a una, nos encogimos en nosotras mismas. Doce fueron contadas antes que yo.

Tuve la suerte de ser la trece.

¿O era yo el trece mal suertudo? Todo lo que necesitaba era un gato negro, una escalera caída y la superstición de una bruja para maldecirme.

El hombre avanzó con orgullo como si hubiera creado personalmente a todas y cada una de nosotras. Si él estaba a cargo de despojarnos de todo y de reconstruirnos en nada, entonces tal vez lo hubiera hecho. Tal vez él nos poseía y tenía todo el derecho de vender algo que ya no reconocía.

“Como de costumbre, tenemos una gama de bellezas disponibles para su placer. Todos ustedes han tenido tiempo para leer sus archivos y fotos que suministramos.”

Espera, ¿qué fotos y archivos?

¿Nuestras habitaciones tenían cámaras? ¿Fuimos secretamente catalogadas e investigadas? Mi pecho se elevaba y caía, presionando contra las palabras que había garabateado en el papel higiénico robado. ¿Sabían de mi escritura tentativa? ¿Me la quitarían?

Mis preguntas me mantuvieron ocupada mientras el hombre cortaba la pista de baile y agarraba a la primera chica de la alineación. La arrastró hacia adelante, la obligó a subir al podio, sujetándola hasta que alcanzó el equilibrio.

El foco mostró cada línea de estrés, cada terror, cada lágrima. No podía ocultar nada bajo una mirada tan invasiva. Su desnudez facial se empeoró cuando sin ninguna humanidad miró hacia atrás. Sólo máscaras de animales y máscaras de robots y todo tipo de creaciones.

No quiero verme como ella.

No dejaría que estos pendejos vieran mi horror. Si se negaban a dejarnos verlos, me negaba a dejar que me vieran. No tenía plumas o diamantes para ocultar mi verdadero yo, pero sí tenía fuerza de voluntad.

Se necesitaron cuatro niñas para encerrar mis rasgos en una concha rígida e insensible. Otras cuatro chicas para eliminar la emoción de mi mirada y agarrar lo que quedaba y meterlo en una maleta nueva formada dentro y cerrar la tapa. Tomo las últimas cuatro muchachas para encontrar un candado para esta maleta, desterrar todos mis secretos, esperanzas y aspiraciones, y tirar la llave.

Mi nombre era Tasmin Blythe, pero cuando fue mi turno me vi obligada a estar orgullosa y valiente en el podio, me dieron un nuevo nombre. Un nombre que para siempre me recordaría de dónde vengo, pero que me despojaba de todo lo demás al mismo tiempo.

Pimlico.

Como el suburbio de Londres donde la función de mi madre se llevaba a cabo.

Ya no era Tasmin. Pimlico ... Pim.

Me alegro.

Ya no tenía que fingir ser fuerte y distante; Pimlico era fuerte y distante. Tasmin estaba encerrada profundamente, en el fondo y olvidada mientras parpadeaba en las luces brillantes y escuchaba la cosa más condenatoria de todas.

“Voy a pagar cien mil”.

“Voy con doscientos mil”.

“Les superaré a todos y los doblaré.” La habitación aspiró un grito ahogado cuando una silueta de un hombre alto y delgado entró en la pista de baile. “Cuatrocientos mil dólares por la chica de blanco.”

Mi corazón una vez más trató de construir un paracaídas y escapar. Esa fue la oferta más alta de la noche.

Me disgustaba.

¿Cómo se atreven a decidir mi valor? Lo que valían mis compañeras esclavas. No existía una etiqueta de precio en una vida humana.

Mi vida.

No había dicho una palabra desde el tercer día de mi encarcelamiento. No había respondido a sus preguntas sobre mi edad o mi historia sexual. Me negué a compartir cualquier número de solicitudes invasivas.

Había tomado esa pequeña potencia a pesar de que sin duda sabían todo lo que necesitaban gracias a mi licencia de conducir y las redes sociales.

Pero ahora ... aquí, en la víspera de mi venta, tenía algo que decir.

Levantando mis manos, miré fijamente al hombre indistinto que deseaba poseerme. Mi voz sonó, suave pero pura, el único sonido femenino en un nido de hombres.

“Yo doy un millón. Permítame comprarme, señor, y olvidaré que algo de esto ha pasado”.

Las muchachas compradas, ya anunciadas y aferradas por nuevos amos, jadeaban. Mi audacia podría acortar mi vida o prolongarla. De cualquier manera, era una apuesta que voluntariamente había elegido.

Yo no tenía un millón. Mi madre podría si vendiera nuestro apartamento de dos dormitorios en Londres. Pero al igual que empujé otras preocupaciones para ser resueltas otro día posterior, también puse esta preocupación a un lado.

El dinero era sólo dinero.

 

Centavos[2] agregados a dólares y dólares agregados a los cientos.

 

Al final, el bonito papel impreso carecía de valor porque la inflación robaba su beneficio numérico, incapaz de mantener felices a quienes lo poseían.

 

Mi vida, por otra parte, aumentaría en valor, creciendo más sabia y más rica en experiencia cuanto más tiempo sobreviviera. Yo era una inversión, no un pasivo. Y yo invertiría todo lo que tenía en darme un futuro.

 

El hombre se adelantó, cortando la mirada para que su silueta se convirtiera en masa física. Su sucio cabello rubio era lo único visible detrás de la máscara principesca de algún Lord inglés. “¿Estás subastándote a ti misma?” Su voz sonaba extranjera, pero no pude ubicar el acento. ¿Mediterráneo, tal vez?

 

Inclinando mi barbilla, el podio me hizo más alta que él mientras miraba hacia abajo como si fuera mi objetivo y yo fuera su reina.

Yo lo dominaría. Nunca me inclinaría.

 

“Eso es correcto. Soy demasiada costosa para ti. Un millón de libras, no dólares. Hago una oferta por encima de su patética cantidad”.

 

El subastador buscó con dificultad, claramente inseguro qué hacer con este cambio de acontecimientos. Su negocio estaba en el juego del dinero. Vender a las mujeres era un gran beneficio, pero si podía ganar más vendiéndome a mí misma, ¿qué le importaba si se rompían ciertas reglas corporativas?

 

Se le pagaba, en cualquier caso.

 

Ignorando al hombre en su máscara de Lord inglés, me enfrenté al verdugo, suplicando que su martillo cayera sobre mi oferta. “Un millón, señor, y me alejo y nunca más menciono esto”.

 

¿Y que hay de las otras chicas?

 

Mi madre me maldeciría por la vergüenza y la culpa que había sufrido al pensar en dejar a las mujeres vendidas. Pero también estaría orgullosa porque había elegido un camino con decisión y convicción. Algo que ella dijo que siempre me había faltado.

¿Feliz ahora, madre?

La habitación estalló en murmullos de deliberación mientras yo estaba en el mar de voces que se iban cayendo.

Por un momento, estúpidamente creí que había ganado. Que había jugado mi mano en el momento perfecto y ganado mi libertad. Pero no había aprendido mi última lección.

El orgullo va antes de la caída.

Y yo estaba a punto de caer.

“Veo tu oferta y la elevo”, murmuró el de la mascara de Lord. “Un millón quinientas mil libras, no dólares. ¿Cómo tu lo dices?”

Antes de que pudiera responder, antes de que pudiera aumentar mi oferta y cambiar mis circunstancias, el temible martillo cayó.

“¡Vendida!” gritó el subastador. “Al señor Lord por un millón quinientas mil libras.”

 

 

* * * * *

 

A nadie,

Esa fue la última vez que hablé. La última vez que perdí. La última vez que supe lo que era no vivir todos los días con dolor.

A partir de ese día, fui Pimlico, la Silenciosa, la Mujer Sin Voz en Blanco. No importaba lo que ese hombre me hiciera, no me rompí.

No importaba la paliza que diera o el castigo sexual que él entregaba, permanecí muda y fuerte.

Me gustaría decir que encontré una manera de escapar. Que corrí. Que estoy escribiendo esto desde una cafetería pintoresca en Londres con un guapo novio a mi izquierda y un mejor amigo a mi derecha.

Pero nunca he sido buena en mentir.

Esta novela de papel higiénico nunca iba a ser ficción.

Esta es mi autobiografía para que un día, cuando mi valor haya sido usado, y cada centavo que mi amo haya pagado por mí haya sido cobrado, alguien podrá recordar a la esclava sin palabras que soportó tanto.

Tal vez entonces, seré libre.



[1] Traducción de la versión original QMB: Quartetly Market of Beauties.

[2] Pennies. Juego de palabras relacionado con el titulo del libro.



***

Siguiente Capitulo --->

No hay comentarios:

Publicar un comentario