*Faisán*
Me despertaron el dolor y el malestar.
Los recuerdos de la noche anterior se arremolinaban rápidamente a mi alrededor. Mi cuerpo se tensó recordando como Q me había follado descontroladamente, sus divagaciones borrachas sobre las chicas y el invierno. Me dio pistas; sólo tenía que descifrar las metáforas para entender.
Pero no era capaz en este momento. Mi cerebro se había convertido en lodo, mi cuerpo silbaba con golpes y contusiones. Me sentía usada, abusada y enteramente adorada.
Me moví, tratando de ponerme cómoda. La gruesa alfombra me amortiguaba, pero también me hacía cosquillas. Q gimió y me abrazó con más fuerza, un musculoso brazo estaba alrededor de mi estómago. Increíblemente, él seguía estando dentro de mí, flácido pero aún lo suficientemente grande como para ser consciente de la intrusión.
Sacudí las caderas un poco, tratando de despertarlo.
Su respiración cambió de profunda a suave. Lentamente, se puso rígido, llenándome como un globo, extendiéndose hasta doler, recordándome lo duro que me folló anoche.
Me mordí el labio mientras su nariz me rozaba el cabello, besándome suavemente.
Con un suave gemido, se meció.
Mis ojos se cerraron cuando sus diestros dedos capturaron mi pezón, rodándolo con ternura. Tan diferente de la dominación enojada de anoche. Q no era el que me estaba follando esta mañana. Era Quincy.
Gemí, empujando, combinándolo con su balanceo. Con anhelo y encantados, no persiguiendo un orgasmo que nos dividiera, sino más bien un suave resplandor.
Su mano se arrastraba desde mi pecho hasta mi núcleo, jugando con mi clítoris mientras su erección subía, reclamándome.
Gemí cuando Q envolvió su pierna alrededor de la mía, atrapándome. Empujó, presionando hacia arriba, golpeando la parte superior de mi vientre.
“Nunca pensé que disfrutaría del vainilla,” murmuró en mi cabello.
Me quedé helada. ¿Qué quería decir? ¿Qué nunca había compartido de la intimidad antes? ¿La dulzura del sexo comparado con la rutina enojada?
Su respiración me atrapó, sin darse cuenta de que me había retraído, tratando de analizar lo que quería decir. Sus dedos untaron mi clítoris con la humedad, frotando eróticamente, dándome una opción para no prestar atención.
“Córrete para mí, esclave.” Me ordenó sin aliento; su pierna se envolvió alrededor de la mía, tensándose.
Empujó con más fuerza, contaminado con un poco de violencia a la que estaba acostumbrado Q. Pellizcando mi clítoris, me forzó a que me corriera. Mi cuerpo se tensó y tembló, acogiendo el orgasmo de Q mientras me llenaba con su semilla. Su suave gemido envió un aleteo a mi corazón, y le sonreí.
Debemos habernos dormido de nuevo. Me desperté con un golpe en la puerta.
Q se estremeció, apartándose de mí. Nuestra piel exploto ligeramente cuando la succión trato de mantenernos juntos. Q se quejó, sosteniendo su cabeza. “Merde, ¿cuánto bebí anoche?”
Me reí en voz baja. “Lo suficiente como para divagar sobre aves, las chicas y...” Mi voz se apagó. La tristeza reemplazó el posterior resplandor conyugal. “Soy la número cincuenta y ocho.”
EL aire se helo mientras Q se congelaba. “¿Qué?” Sus ojos se encendieron con pánico. “¿Yo dije eso?” Se deslizó en posición vertical, haciendo una mueca.
No podía apartar los ojos de su esbelto y tonificado cuerpo. Su enorme erección todavía brillaba por haber estado dentro de mí. Su tatuaje de gorriones me llenó de tristeza por alguna inexplicable razón.
“¿Puedes decírmelo ahora? ¿Qué tienen que ver los pájaros con las cincuenta y siete esclavas que has tenido antes que yo?”
Q se pasó una mano por la cara, apartándose. Cogiendo sus pantalones y se negó a mirarme. Se los puso y no se molestó en ponerse la ropa interior. No había visto el tatuaje que tenía por detrás, pero la nube parecía siniestra y diabólica. Una pesadilla de espinas y ramas que trataban de devorar a los pequeños e inocentes pájaros.
Mi mirada cayó, incapaz de mirar más. Me quede sin aliento. Por todas partes, mi piel era de color púrpura con contusiones leves y rosas por las abrasiones del látigo. Giré, silbando entre dientes para mirarme la espalda. Latigazos se cruzaban en un patrón entramado, llameante con dolor. No había roto la piel, pero maldita sea, me dolía.
Poniéndose su camisa sin botones, Q se dio la vuelta. Me pasó una manta de piel de la cama. “Vas a tener que vestirte con esto hasta que llegues a tu habitación, ya que he quemado tu ropa.”
Lo miré. “¿Estás ignorando deliberadamente mi pregunta?”
Se cerró. Sus ojos estaban brumosos por la resaca, con la mandíbula apretada. No podía entender su actitud distante. Su frialdad.
Volvió a sonar otro golpe, interrumpiendo la tensión.
Q suspiró, retirándose aún más. “Me tengo que ir.”
Me puse de pie con orgullo, sin cubrirme con la manta. Quería que viera lo que me había hecho. Que viera que llevaba puestas las marcas de la pasión. Ellas mostraban todo en lo que me había convertido. Ya no era nieve virgen. Había sido usada. “¿Vas a irte en medio de una discusión?”
Sus ojos se posaron en mi cuerpo en ruinas, el calor y la angustia parpadeaban sobre su rostro. “No confundas lo que pasó anoche. Fue solo follar entre un maestro borracho y su esclava. Me diste lo que quería. Pero ahora es de mañana, y otras cosas demandan mi atención.”
No podía herirme más si lo intentaba. Mis ojos se estrecharon, escociendo con lágrimas. “Eso es mentira, y lo sabes.”
Se encogió de hombros. “Cree lo que quieras creer, esclave. Me voy.”
Mi corazón se cerró. Esclave. No Tess. Me desconoció tan simplemente.
Antes de que pudiera preguntarle qué demonios estaba pasando, abrió la puerta y desapareció.
Hice el camino de la vergüenza por las escaleras circulares y llegué a mi dormitorio. Me duché y me froté árnica en mis moretones, antes de ponerme un hermoso vestido gris que encontré colgado en el armario.
Ya no tenía aversión porque Q me vistiera. Después de lo que había hecho anoche, una simple preferencia por el vestuario parecía trivial. Lo deje abrirme en todos los sentidos, pero en lugar de sentirme apreciada y completa, me sentía vacía y arrepentida. Hizo cosas con las que nunca pensé que podía estar de acuerdo, sin embargo, no había utilizado la palabra de seguridad. Porque me sentía segura con él.
Pero eso era otra mentira. Él arruinó esa seguridad cuando se fue sin darme ninguna explicación. Me dolía la mandíbula por apretarla tan fuerte. Q no tenía derecho de cerrarse e irse. Tiene todo el derecho. Es tu amo.
Es más que eso, aunque él lo negara hasta desmayarse.
Me lavé el cabello con golpes feroces. Tal vez me engañaba a mí misma al creer que él sentía más de lo que lo hacía. Admitió haber tenido cincuenta y siete mujeres antes... ¿tan poco me importaba?
Su borrachera hacía eco en mi mente. Invierno. Pájaros. Deshielo.
Dejé caer el cepillo.
Maldita sea. ¿Será cierto? ¿Q había comprado mujeres, pero no había abusado de ellas, sino que las había salvado?
Mi mente no podía comprenderlo. No después de tener la música de los demonios dentro de mí, no después de todo lo que me había hecho.
Pero mi corazón se agitó con esperanza.
Necesitaba conocer la verdad, salí de la habitación.
Encontré a Suzette cortando zanahorias en la cocina; apenas me reconoció. Nubes oscuras tapaban el sol primaveral, proyectando sombras.
La señora Sucre me sonrió a medias antes de desaparecer en la despensa. Mi piel me pinchaba como si no fuera bien recibida. Yo era una traidora, una marginada.
Me moví hacia delante, presionándome contra la encimera, sin entrar en la enorme cocina. No era lo suficientemente valiente como para inmiscuirme en el dominio de Suzette mientras ella me miraba muy mal.
Había un silencio insoportable; la casa tenía un ambiente extraño. Tenso, estático, como si se estuviera creando una tormenta.
Me hice daño cuando me encorvé. No tenía derecho a sentirme ignorada. Lo que había pasado con la policía era mi culpa.
“Suzette... ¿qué pasó anoche? ¿Por qué la policía no detuvo a Q?” Empecé con una pregunta fácil. Necesitaba romper el hielo antes de confirmar mis sospechas. Algo tenía sentido después de todo, Suzette me había contado todo sobre cómo Q la había rescatado, pero yo había sido demasiado testaruda para escuchar.
Ella frunció los labios y entrecerró los ojos. “¿Qué crees que pasó? La policía vino y acusó a Q de haberte secuestrado.”
“Pero se fueron. Se debieron haberse dado cuenta de que Q era inocente, o si no hubieran presentado cargos.”
Suzette se burló. “Tanto que no sabes, esclave. Las cosas que has perdido el derecho de aprender.”
Mi estómago se retorció. No me había dado cuenta de lo mucho que valoraba la amistad de Suzette. “Yo no llamé a la policía, llamé a mi novio y le hablé de Q, pero... eso es todo.”
Ella paró de cortar. “¿Y crees que eso lo hace mejor?” Cerró los ojos, visiblemente alejando su humor negro. Cuando los volvió a abrir, sus ojos color avellana brillaban, pero ya no estaba furiosa. “Se que estabas aterrorizada cuando llegaste por primera vez. Sé que sufriste en México. Sé que perdiste a tu novio. No te puedo odiar por ser una luchadora, por correr, por ser valiente. Sólo desearía que nos hubieras dado más tiempo antes de juzgarnos y tomar una mala decisión.” Cogió el cuchillo y siguió cortando.
Los escalofríos me recorrieron la espalda. Había hablado en pasado...
La señora Sucre abrió el horno, y unos aromas celestiales de canela y azúcar flotaban en el aire mientras sacaba unos bollos dulces. Los puso delante de mí, agitando un paño de cocina, causando pequeños jirones de vapor.
Traté de ignorar los latidos de mi corazón, parecía que estaba corriendo. Odiaba este sentimiento. Esta extraña sensación de pérdida. “Señora Sucre. ¿Ha visto al amo Mercer? Necesito hablar con él.”
Suzette se puso rígida, pero no levantó la vista.
Ella negó con la cabeza. “No. Se fue hace media hora, más o menos. Dudo que regresé a casa por un tiempo.”
La tristeza me rodeó y agarré la encimera. Se fue sin despedirse. ¿Qué esperabas? Solo porque lo dejaste que te azotara anoche, ¿pensabas que había cambiado las cosas?
No debería dolerme tanto... era de esperarse. Era un día entre semana y él tenía un imperio que gobernar. Pero no solo se había ido esta mañana, había corrido. Algo no estaba bien. “Oh,” fue todo lo que conseguí decir.
La señora Sucre me dirigió una mirada compasiva, sus ojos marrones me evaluaban. Con una suave sonrisa, me pasó un bollo caliente. “Mejor come, hija. Nunca se sabe cuando vas a volver a comer.”
Cerré los ojos, y empezaron a recorrerme escalofríos por toda la espalda. “¿Porqué nunca se sabe?” Mis instintos le rugieron a la vida y me agarré a la encimera para agarrar su muñeca. “¿Qué quieres decir?”
Suzette me miraba con los ojos muy abiertos, la ira daba paso a la tristeza. Abrió la boca para hablar, pero un barítono masculino vino detrás de mí.
“Ella quiere decir que tu estancia con nosotros ha terminado, esclave.”
No.
Dejé de mirar a la señora Sucre y me giré para enfrentar a Franco. Estaba de pie, nítido y agudo, sombras negras en su cabeza, con la misma carpeta que Q me había enseñado cuando llegué de México en sus manos. El archivo que crearon los secuestradores. El archivo que se refería a mí como la chica rubia en un scooter.
Mi corazón se convulsionó. Q sabía lo que estaba haciendo todo este tiempo. Sería increíblemente estúpida para no verlo. Pedir una noche para hacer lo que quisiera. Una noche, porque eso era todo lo que necesitaba. Luego me echaría. El consumidor. El hijo de puta.
Franco se acercó; me escabullí hacia atrás, chocando con el cuerpo caliente y suave de la señora Sucre. Al echarme, Q me arrancaba de la gente que se preocupaba por mi más que mis padres. La comodidad maternal de la señora Sucre, la extraña hermandad con Suzette. Incluso mi extraña conexión con Franco.
Todo se había terminado.
Franco sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Se detuvo frente a mí. La señora Sucre colocó sus manos sobre mis hombres, ofreciéndome apoyo cuando Franco se agachó sobre su rodilla y me cortó el rastreador GPS con un cuchillo. Se cayó de mi tobillo, retumbando en las baldosas.
El simbolismo de que ya no le importaba a Q me abofeteó como una perra. Me había quitado su protección, su extraño afecto. Él me estaba echando de nuevo a un mundo lleno de bestias y conductores.
“Entonces, ¿eso es todo? ¿No tengo derecho a decir algo?” Me agrieté, herida más haya de la comprensión. Q era demasiado cobarde para hacerlo él mismo. Había ordenó a su personal para que me eliminara como una mascota no deseada. Me reí diabólicamente. “Voy a ser sacrificada como un caniche rabioso.” Podría ser mejor si me disparaban. ¿Cómo iba a hacer frente a todo?
Franco se rio entre dientes. “Difícilmente, esclave. Te vas a casa.”
Casa. La palabra no me evocaba felicidad ni pertenencia. Era extraña y sombría.
Q me echaba de nuevo a un mundo al que no quería volver. Lanzándome fuera como los regalos no deseados de Navidad.
La señora Sucre me apretó los hombros, antes de dejar caer las manos y empujándome hacia Franco. “Vete, ahora. Pon todo esto detrás de ti.”
Me lancé a Suzette, capturando sus manos. Sus ojos se reflejaron los míos; su compasión hizo que me sangrara el corazón. “No me quiero ir, Suzette. Huir fue un gran error. Explícaselo a Q y me dejara que me quede, ¿lo harás? Tú sigues diciendo que soy buena para él. Es el mejor hombre que conozco. Quiero ser digna, Suzette. Quiero quedarme y escuchar su historia.”
Ella dejó de retener mis dedos, dando un paso atrás. “Lo sé, Tess, pero es demasiado tarde. Q llegó a un acuerdo con la policía. No se presentarán cargos contra él si te envía a casa. Esa es la única forma.”
Me dolía el corazón por lo mucho que me dolía respirar. Así fue como logro que la policía se mantuviera alejada. Abandonándome para salvar su propio culo.
“¡No! No puedo ir. Quiero quedarme. Necesito quedarme.”
Franco apareció, tomándome en sus fuertes brazos. “Ven conmigo. Estamos en la fecha límite.” Y solo así, me arrastró desde la cocina, lejos de Suzette, lejos de mi nueva vida.
Mientras caminábamos por el salón, contemplé brevemente y golpearlo y correr. Podría encerrarme en la habitación, y esperar a que Q me dijera que no me quería. Pero Franco era demasiado fuerte. No tendría sentido.
Franco y yo salimos por la puerta, riendo irónicamente. “Es curioso, cómo esto comenzó conmigo empujándote a través de la puerta para que te inclinaras ante tu nuevo amo.” Se rio antes de añadir, “Nunca había tenido que echar a una esclava antes.”
Las marcas de los latigazos que Q me dio anoche se destacaban en mi piel blanca por el pánico, la realidad golpeaba la casa. No podía parar esto. “Te odié ese día y te odio ahora.”
Asintió con la cabeza. “Lo entiendo, pero sólo estoy siguiendo órdenes.”
En el mismo campo bien cuidado, con las luces y la pista de aterrizaje, descansaba el avión privado de Q con sus iniciales. El viento me azotaba el cabello formando una maraña; las nubes negras construían la lluvia.
Al ver la oportunidad, dije, “¿Debemos volar con este tiempo? No es seguro.” Me paré en mis talones, tratando de liberarme de las garras de Franco. “Por favor, Franco. Quiero quedarme. Llama a Q. Déjame hablar con él.”
Sacudió la cabeza, empujándome hacia el avión como si no estuviera peleando. “Q no quiere volver a verte, esclave. Lamento decirlo, pero le has causado bastantes problemas en su vida.” Sus palabras me picaron con su tono amable y triste.
Bajé la cabeza, cediendo. ¿Por qué luchar? No podía cambiar mi destino.
Franco me ayudó a subir la escalinata hacía el inmaculado jet. El cuero de color crema y la madera de color miel eran una prisión. Yo estaba encorvada en la misma silla, como cuando lo monté por primera vez en avión. El mismo horror y el dolor de esa noche llenaron mis pulmones. Estoy loca. ¡Me voy a casa! Debería estar emocionada.
El recurrente tema en mi vida apareció de nuevo. Mis padres no me querían. Brax no luchaba para mantenerme. Y Q... Q me había robado todo y luego me había tirado de nuevo a las aguas infestadas con tiburones en el mundo.
Mis manos se cerraron. Una cosa era segura, si Q era tan cruel para hacer esto, no me merecía. Miré a Franco mientras se acercaba.
“Ha sido divertido, Tess. Sólo siéntate y relájate. Estarás en casa muy pronto.” Se dio la vuelta y desapareció en la cabina del piloto.
Apareció una azafata. Tenía el cabello rubio en un moño francés y llevaba un uniforme blanco con las iniciales de Q sobre el pecho. Quería hacerle daño. Quería rasgar su uniforme y quitárselo. Si alguien merecía tener las iniciales de Q era yo. Mierda, había poseído cada parte de mí anoche.
Una ira caliente sobresalió y me hubiera gustado poder decir lo que pensaba de Q. Era un cobarde.
Me había marcado hasta la médula, sabiendo todo el tiempo que me iba a enviar lejos. ¿Cómo no lo había sentido? ¿Cómo pudo mentir tan espectacularmente?
Las lágrimas me nublaron la visión mientras el avión se deslizaba, chocando contra el césped bien cuidado. Con un zumbido de los elegantes motores, galopábamos por la avenida principal, elevándonos en el aire con una ráfaga de turbulencias y viento.
Me giré en mi asiento mientras veía que la mansión de Q se convertía en miniatura. Al presionar una mano fría contra la ventana, las nubes negras me taparon la vista, enviándome a la oscuridad.
Q me robó las esperanzas y los sueños, reemplazándolos con sentimientos de oscuridad y vacío.
Yo estaba rota.
Cruzamos las líneas del tiempo en silencio. Nos reabastecimos en lugares que no me importaban.
En cuestión de horas, dejé atrás la primavera de Francia y aterricé en el otoño de Australia.
Aterrizamos en un hangar privado, mientras la luna bailaba en las nubes de plata. Dejamos atrás una tormenta que se avecinaba para llegar en una templada y perfecta noche.
“Es hora de irse, esclave.” Franco apareció desde la cabina del piloto, extendiéndome el brazo para desembarcar.
Mi estómago se llenó de plomo; me desenredé de mi asiento y me bajé del avión. No tenía energía para gritar o convencer a Franco de que esto era un gran error. Mi cerebro se había entregado al vuelo y yo estaba drenada. Nada tenía sentido cuando ya no le importaba a Q.
Seguí como una buena oveja a Franco mientras me conducía a un edificio reservado para las llegadas exclusivas. Miré por última vez al avión de Q. Sería la última cosa suya que vería.
Mi corazón se apretó y se endureció. La caligrafía de las letras, Q.M., se burlaban de mí. El avión pertenecía a un mundo diferente. Un mundo que ya no tenía el privilegio de disfrutar.
Había pasado de una chica tímida con fantasías secretas a una luchadora que volvería a matar a sus secuestradores en México, a una mujer fuerte que abrazaba sus verdaderos deseos, a una chica rota, cansada, que sólo quería dormir y olvidar; un círculo enfermo y completo.
Hice lo impensable: me rompí a mí misma, y me rendí ante mi amo.
Que te jodan, Q.
Me quedé mirando al suelo mientras Franco hablaba rápidamente con un funcionario de aduanas, entregándole, lo que asumí, que era documentación falsa. Una conversación después y un asentimiento de ambos hombres, Franco me puso la mano en la parte baja de la espalda, y me empujó a la zona de operaciones de Melbourne.
El aire caliente y seco australiano se arremolinaba con una suave brisa. A pesar del hecho de que no quería estar aquí, aspiré una bocanada. Los aromas de Melbourne me hicieron recordar y descendió una pequeña ola de comodidad.
Casa.
Sólo tengo que volver a aprender a pertenecer aquí. El pensamiento me abrumó. Tenía que volver a mentirme a mí misma y a Brax. Ir a través de mociones de vivir sin entusiasmo o amenazas intoxicantes de miedo sexual. Oh, dios.
Franco gruñó mientras me detenía. “Sigue adelante, escl..., quiero decir, señorita Snow.”
Me giré hacia él. “Llévame de vuelta. Ya no pertenezco aquí.”
Frunció el ceño. “No puedo llevarte de vuelta. La policía francesa lo sabrá. Ese era el trato. El señor Mercer tiene un acuerdo con las autoridades.”
Me picaban las orejas. “¿Cuánto tiempo dura el acuerdo?”
Franco suspiró, mirándome. “Para ser una esclava, haces muchas malditas preguntas.”
“Ya no soy una esclava. Dime.”
Él se quejó. “Si me hubieras escuchado y prestado atención, te habrías dado cuenta que el señor Mercer no mantiene las esclavas.”
La revelación no hizo temblar la tierra, me había dado cuenta de muchas cosas. Q y sus frustrantes y achispados comentarios. “Dime algo que no sepa. Soy la número cincuenta y ocho. Eso significa que ha tenido cincuenta y siete antes. Eso lo que hace un traficante de mujeres.” No podía soportarlo. El pensamiento de que Q había tenido tantas mujeres me daba ganas de patear, golpear y gritar. Ahora que me había ido, habría más. Sin lugar a dudas. “Pero sé que lo ha hecho por las razones correctas. Él las ayudó... ¿no es así?” Quería odiarlo, pero no podía, no por eso.
Franco me agarró por mi bíceps, llevándome a un lado, lejos de oídos indiscretos. Me murmuró, “Sí, el señor Mercer ha tenido cincuenta y siete esclavas. Doce de ellas cuando él sólo tenía dieciséis años. Compra mujeres, las acepta como sobornos, pero nunca les pone un dedo encima.” Suspiró, “Q rehabilita mujeres y las devuelve a sus seres queridos. Dedica su dinero, su personal y su hogar para ayudar a mujeres que han sido destrozadas sin posibilidad de reparación. Con una especie de súper pegamento Mercer, logra arreglarlas de nuevo.”
La verdad sonaba dulce. Al final la conocía.
Después de haber vivido dos meses con un amo ilegible, conocía al hombre que había detrás de la máscara. Suzette me lo había dado a entender todo el tiempo, los gorriones y los pájaros me gritaban los mensajes a la cara. Ellos simbolizaban las mujeres que Q había salvado. Mis ojos se abrieron como platos, finalmente entendí su tatuaje. La tormenta negra y las zarzas representaban lo horrible del mundo o él. Los pájaros que aleteaban libres, eran las chicas que había rescatado. Lo llevaba como un talismán. Una insignia de honor.
Si no lo odiara, lo amaría por eso.
Me suavicé, aceptando el porqué Q me había echado. Tenía que proteger a más mujeres en el futuro. No podía tenerme arruinando su vida porque él iba a dedicar su tiempo a salvar a otras. Odiaba entenderlo. Yo habría hecho lo mismo.
Mi corazón estaba estrujado y acepté que no había vuelta atrás. Franco nunca traicionaría a Q. Sin embargo, tenía que saber una cosa.
Miré hacia arriba. “¿Por qué yo? ¿Por qué cuando no ha tocado a ninguna otra? ¿Por qué trató de romperme si el arregla cosas rotas?”
Franco miró hacia otro lado, frotándose la parte posterior del cuello. “Él no quería romperte. Él...” Cerró los labios, y la vergüenza ensombreció su rostro. “No puedo hablar de esto.”
Lo agarré del brazo, apretando el músculo fuertemente. “Por favor, Franco. Dime. Necesito saberlo. No puedo hacer frente a esto más. Pensé que Q se preocupaba por mí. Me preocupo por él y cometí el error más grande de mi vida escapándome y llamando a Brax.” Brotaron las lágrimas y se derramaron. “Si pudiera tomarlo de vuelta, lo haría. Me debes la verdad.”
Franco me dio unas palmaditas con su mano sobre la mía. “Lo sé, señorita Snow, pero eso no cambia el hecho de que por primera vez, Q respondió a una esclava de la forma en que lo haría un amo normal lo haría. Vio que tu lucha y le encanto que no estuvieras rota. No estaba tratando de romperte al hacerte lo que hizo.” Bajó la voz, así que apenas podía oírle. “Tenía la esperanza de que tú podrías romperlo a él.”
La sangre se precipitó en mis oídos. Las canciones sobre la necesidad de luchar y reclamar. Quería pegarme a mí misma por no haberlo visto. Q necesitaba a alguien que igualara su oscuridad, que librara la misma guerra entre el placer y el dolor.
Éramos tan iguales, sin embargo, nunca iba a conseguir que se mostrara tal y como era. Lo arruiné. La policía le dio un ultimátum, y Q no tuvo más remedio que aceptarlo.
Tragando saliva, Franco agregó, “Q pelea contra mucho. Yo tenía la esperanza de que finalmente había encontrado a la única persona que podía ayudarle. Pero entonces corriste y esto llegó a su fin.”
Franco dejó caer los brazos, dando un paso atrás, retirándose con un movimiento rápido. “Lo siento por lo que tuviste que pasar en México, y lo que Lefebvre te hizo, pero es tiempo de que olvides al señor Mercer y que vuelvas con tu novio.”
Cuando mencionó a Brax se me aceleró el corazón. Era una novia terrible. Si Q me quisiera, nunca me habría ido. Habría dejado a Brax sin buscarlo, pisando fuerte mi promesa de que nunca le dejaría. ¿Podría vivir conmigo misma?
Franco me empujó hacia la parada de taxis. Las filas de coches brillantes esperaban bajo las luces deslumbrantes.
Metiendo algo en mis manos y me dijo, “Esto es por los problemas causados. Adiós, señorita Snow.”
Quería gritar cuando Franco se alejó y desapareció. Odiaba mi apellido. Echaba de menos la palabra 'esclave'. Echaba de menos lo que significaba la palabra: pertenecer. No sólo por Q, sino a una existencia completamente diferente.
No supe cuánto tiempo me quedé en la acera, agarrando el sobre que me dio Franco, pero al final no tuve más remedio que moverme. Me desplacé hacia delante. Tratando de olvidar.
Aturdida, me arrastré hasta la parada de taxis.
Un conductor arqueó una espesa y negra ceja. “¿Sin equipaje, señorita?”
Parpadeé. En el momento en el que me metí en el coche, mi vida me chuparía rápidamente y nunca sería capaz de detenerla. Me convertiría en Tessie de nuevo. La Tess fuerte desaparecería. No habría más Q.
Q se equivocaba en una cosa. Algo en mi estaba roto: mi corazón.
Sacudiendo la cabeza, murmuré, “No, no tengo equipaje.”
Pensar en hoy, y luego pensar en el mañana. Un pequeño paso cada vez.
Deslizándome en el haciendo interior envuelto en plástico, le di mi dirección. Nuestra dirección. Mía y de Brax.
Me iba a casa.
***
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