*Q Mercer*
*Hace veinte años*
El silencio era mi amigo. Siempre lo había sido. Probablemente siempre lo sería.
De alguna manera, el aire me cargaba, matando cualquier ruido que hiciera, convirtiéndome en una sombra. Me movía con sigilo, como un fantasma. Nunca un Beep, nunca un sonido.
Mis padres me perdieron durante dos días una vez, y nunca deje la casa. Desaparecí dentro de la enorme mansión a la que llamábamos hogar, a la deriva de habitación en habitación. Robaba comida de la cocina y acampaba en el interior de las gigantes chimeneas, que nunca se usaban.
Los secretos eran difíciles de mantener ocultos cuando tenías ocho años. Vi la verdad de lo que sucedía, y me hizo mal de estómago.
Mi madre lo sabía, pero no hizo nada, prefiriendo el sabor a durazno de Shnapps[1] o al Baileys[2] que mi padre. Y mi padre prefería esclavas a su esposa.
Yo tenía cinco años cuando oí por primera vez los gritos. Llamadas guturales de ayuda, llenos de angustia y dolor, seguidos de un horrible gemido de placer y éxtasis.
Ese fue el primer día que me metí en la habitación prohibida, y vi a mi padre golpeando y violando a una chica. Su culo ardía con color rojo mientras le daba por detrás.
Mi pequeño corazón se aceleró. Sabía que no debería ver esto. No lo entendía. Algo malo estaba pasando, pero yo era demasiado ingenuo para saberlo. Pero, en algún nivel, sabía exactamente lo que era.
Mi padre había herido a una mujer que no quería ser herida. Ella no había hecho nada malo como yo hacía algunas veces. Todo lo que ella hacía era llorar y encogerse en una bola. Sin embargo, mi padre la golpeaba con puños y látigos. Disfrutando de sus gritos, con su cara era de placer.
La escena se marcó en mi cerebro para siempre, irrevocablemente me cambió. Por mi mismo, encontré la manera se ser amable y gentil con todas las cosas vivas. El cocinero me atrapaba, de vez en cuando, alimentando a los pájaros, los ratones, y otras criaturas del bosque.
Mi madre se enamoraba cada vez más del alcohol sabor a fruta, dejándome huérfano de madre, con una borracha dispersa.
Todo mientras mi padre amasaba dinero.
Él ya tenía un establo lleno de coches: Bugatti, Audi, Ferrari, y Porsches. Era dueño de un granero lleno de pura sangres. Pero no era suficiente. Quería seres humanos. Chicas. Posesiones.
En mi octavo cumpleaños, trajo a casa a la duodécima chica. Pateó y gritó, hasta que le dio un puñetazo tan fuerte que perdió el conocimiento. Se atrincheró un ala completa de la casa para sus nuevas adquisiciones. Ningún miembro del personal era permitido.
Pero yo sabía secretos que él no sabía. Había pasadizos en las paredes, sin cerraduras y no podía mantenerme fuera.
Observé desde los conductos de aire y las cavidades en las paredes. Mi estómago se retorció contra los enfermos y locos actos cometidos contra esas frágiles mujeres.
En lugar de sufrir la emoción de la infancia, un estremecimiento de vergüenza recubrió mi vida. Me revolcaba en la culpa. Mi propia carne y sangre arruinaba la vida de otros. Robando su libertad y convirtiéndolas en objetos rotos.
Nunca amé a mi padre, pero día a día, crecía mi odio hacia él. Odiaba que me hubiera creado. No quería tener nada que ver con él. Quería que se fuera.
En mi decimotercer cumpleaños, me metí al establo mientras mi padre no estaba allí.
Las chicas me miraron con los ojos enrojecidos y con miedo. No se por qué fui. ¿Para ofrecer simpatía? ¿Comodidad? Parecía tan estúpido, de pie allí. Me ofrecí a llevarles lo que quisieran, robar comida de la cocina, cualquier cosa para quitar esa desesperanza de sus ojos. Pero ellas gemían y se escondían; escapando de un escuálido muchacho de trece años de edad.
Su miedo me corrompió, y no pude soportar estar allí más tiempo. Pero les debía algo, cualquier cosa, era mi padre el que las había arruinado, tenía que hacer lo correcto. —Por favor. No quiero hacerles daño.— Mi voz sonaba tan alta como sus gemidos de ayuda.
Ninguna de esas chicas se acercó a mí ese día, pero vi sus contusiones, las sombras bajo sus ojos, el vacío inquietante en sus almas. Yo no podía mantenerme lejos.
Al día siguiente volví y pronuncié una palabra que juré que nunca haría. La palabra que mi padre usaba mucho. —Esclave, obedecerme.—
Inmediatamente, las chicas se pusieron rígidas, cayendo de rodillas. Las doce se inclinaron, con el cabello largo, de colores diferentes, besando el suelo.
Ese fue el día que aprendí la palabra ‘rota’. Todas estaban rotas. Completamente. Y yo no podía soportarlo. Con un solo comando, eran mías, y odiaba su debilidad tanto como odiaba a mi padre por crear tales criaturas miserables.
Ordené, —Gateen para mí.—
Sonidos de roce contra la alfombra mientras el circulo de esclavas rotas obedecían
—Paren.—
Lo hicieron. Inmediatamente. Obediencia total.
Estando de pie en un circulo de mujeres, hice una promesa. Las ayudaría. Nadie debería estar roto más allá de alguna posibilidad de reparación. Ningún otro ser humano tiene derecho a robar sus vida.
Me convertiría en su salvador, y las rehabilitaría hacia la cordura.
Pasaron tres años antes de que consiguiera apoderarme de un arma imposible de rastrear. El internado en Londres me permitía mezclarme con niños ricos y aburridos con malas conexiones. Los criminales estaban alrededor de los ricos como las moscas a la carne podrida, y me aproveché.
Me gane una reputación por ser cerrado y mal humorado, cuando en realidad, había conspirado constantemente cómo llevar a mi padre ante la justicia. La reputación de mi familia le precedía y la gente me temía. Temían mi poder, mi propio legado de un magnate despiadado.
No hice nada para desilusionarlos. El miedo era un arma poderosa y yo lo sabía. Vi cómo el miedo gobernaba a las mujeres de mi padre.
Dos semanas más tarde, llegaron las vacaciones escolares. Viajé a casa en tren, con mi maleta de cuero y una pesada pistola negra en la cintura.
Odiaba ir a casa. No había nada allí para mí. Sólo la eterna necesidad de venganza.
Mi madre había muerto hace un año de la intoxicación etílica, dejándome solo. Era mi madre, pero nunca prestó atención a su único hijo. Yo no era un bourbon o un shiraz[3], por lo tanto, yo no era importante.
La señora Sucre me dio la bienvenida a casa, y yo me escondí en mi habitación, limpiando mi nueva posesión. Mirando las balas de latón brillante, le di la bienvenida a la ira y a la rabia.
A las dos de la mañana, me fui de cacería. La noche era la hora de juego de mi padre. Sabía dónde encontrarlo.
Me moví en silencio, con los dedos apretados alrededor de mi nueva adquisición.
Los gemidos de las chicas me golpearon el pecho. Pronto. Pronto serán libres. Yo sabía que me iban a dar las gracias por lo que iba a hacer. Mi propia cordura me daría las gracias. Pronto, no tendría que vivir con la culpa de permitir a mi padre continuar haciendo daño a tantas mujeres inocentes.
Mi padre nunca escuchó nada.
Me puse a su lado mientras él se follaba a una chica, sosteniendo sus coletas como riendas; su anciano culo se tambaleaba con confianza. Mis labios se curvaron con disgusto y gruñí. Las lágrimas de las chicas prendieron fuego en mi estómago.
Levanté la pistola y probando el peso. Mi mano estaba seca, no sudorosa o nerviosa. Mi corazón estaba justo y seguro.
—Disfruta de tu último polvo, padre. Esta es la última vez que lo harás.—
Mi padre, el señor Quincy Mercer Primero, se detuvo a medio empuje, con la cara de color rojo brillante, con la papada temblorosa.
—¿Qué estás haciendo aquí, pedazo de mierda? Fuera. Te dije que esta parte de la casa está prohibida.—
Chicas alrededor de toda la habitación, atadas en posiciones horribles, comenzaron a llorar. Algunas con sus cuellos atados a sus tobillos. Otras colgando del techo boca abajo. Las lágrimas fluyeron, pero la luz brillaba en sus ojos lentamente. El hambre, la venganza, la libertad, cada una como un incendio. Grilletes de quebrantamiento.
No dije otra palabra. ¿Qué habría que decir? Apreté el gatillo.
El spray rojo fue un fuego artificial horripilante. El cerebro de mi padre salpicó a la chica en la que todavía tenía su polla metida.
Ella gritó y se alejo arrastrándose, limpiándose la cara con manos temblorosas.
Toda la habitación onduló con la oscuridad. Flexioné los brazos, de pie en el centro, respirando profundamente.
El reino de mi padre había terminado. Yo era el nuevo dueño del Imperio Mercer. A los dieciséis años, había heredado todas sus pertenencias, incluyendo el establo lleno de mujeres.
Por un breve momento, me puse duro ante la idea de continuar el legado de mi padre. Sería tan fácil violar a una chica que estaba atada, que era incapaz de moverse o de detenerme. Podría perder mi virginidad con una esclava. Podía hacer lo que quisiera. Un magnate despiadado, al igual que mi viejo.
Pero ahí de pie, con mi mente rebosante de tinieblas, sabía que nunca podría ir por ese camino.
Lo quería. Ansiaba la sensación de sumisión. Se me caía la baba al imaginármelo. Me odiaba a mí mismo con sentimiento de venganza.
Yo era el hijo de mi padre, después de todo. De alguna manera, en cuanto lo maté, su maldad se metió en mí. Quería meterme una bala en mi propio cerebro porque sabía que nunca estaría libre de esos monstruosos impulsos.
Necesitando correr, rápidamente liberé a las mujeres y les traje ropa vieja de mi madre.
Las chicas la aceptaron cuando se las di. Manteniendo sus ojos bajos y sus bocas cerradas.
Esa noche significaba un nuevo comienzo. Para todos nosotros.
Un año más tarde, la rehabilitación a doce mujeres estaba completa. Muchas de ellas se fueron inmediatamente después de que las liberé. Les di dinero y las mandé de vuelta con sus seres queridos. Unas pocas se quedaron, necesitaban ayuda psicológica. Las llevé al hospital local y pagué todas las facturas.
No necesitaba mentir sobre como las chicas se encontraban de esa manera. Todos conocían a mi padre y a sus gustos enfermos. El suministraba a muchos sus juguetes. Las rentaba por miles de euros, sin importarle si algunas volvían sin vida.
La gente me había metido en el mismo saco, aunque me resistía a mi bestia interior. Quería más que nada mantener a esas chicas encerradas y encadenas, y subordinadas a mis deseos, pero nunca cedí. Siempre luchaba. Siempre a prueba.
La última chica en irse era la hija de un jeque. Había sido un regalo por un acuerdo de propiedad muy lucrativo. Estuvo cautiva durante seis años, y ella sintió una especie de lealtad enferma hacia mí por liberarla.
La noche antes de irse, ella me atrapó en mi dormitorio. A las chicas se les permitía moverse por toda la casa, aclimatándose lentamente a la libertad.
Cerró la puerta, dando a entender lo que quería con un solo clic de la cerradura.
Traté de rechazarla. Intenté apartarla. Ella no me debía nada, sobre todo su cuerpo, pero tomó el control, y me hizo hacer cosas que mi padre hubiera estado orgulloso. Perdí mi virginidad, no con dulzura y ternura, sino con azotes y degradación.
En cuanto todo terminó, me odié a mí mismo. La eché, la metí en un avión privado y la envié a su casa. No podía soportar verla. Me recordaba lo bajo que había caído. Me recordaba que era igual que el hombre al que más odiaba.
Los años siguientes fueron una tortura. Necesitaba una liberación, pero el sexo normal no me lo daba. Necesitaba violencia. Necesitaba la sensación de completa sumisión de la posesión. Mi sangre estaba contaminada, y nunca sería libre.
Entonces, empezaron los sobornos. A medida que hacía crecer el imperio de mi padre, la gente quería favores acerca de las propiedad. Un edificio aquí. Subvenciones especiales allá. Tenía amigos en lugares poderosos y los hombres me daban regalos. La reputación de mi padre me precedía una vez más, y en vez de cestas de regalo, recibía esclavas.
Comenzó lentamente, una al año. Luego dos. Hasta que, finalmente, me convertí en el rey en aceptar mujeres traficadas como un acuerdo de negocios. Me costó una fortuna aceptarlas y no tocar a ninguna de ellas.
Llegaban, rotas, temblando, a veces drogadas, a veces completamente dañadas. Me convertí en un padre, en un hermano, en un amigo para ellas.
La mayoría se recuperaban, pero otras... algunas no pude salvarlas.
Enliste la ayuda a la policía local. Juntos, trabajamos sin descanso. Me hicieron ciudadano ejemplar por mi 'caridad'.
Luego llegó Suzette. Tenía marcas de mordiscos por todo el cuerpo. El cabello afeitado, quemaduras de cigarrillos y los dedos rotos. Sin demora, contraté a un mercenario para devolverles el favor a los hombres que la habían roto.
Tomo seis meses antes de que Suzette dijera una palabra. Y otros seis meses para que me dejara estar con ella en la misma habitación. Lentamente, empezó a trabajar alrededor de la casa, metiéndose así misma en el trabajo de ama de casa, como si se volviera invisible siendo un miembro de la casa y no la esclava que había sido. Y yo la dejé.
Eso la ayudaba. Su piel pasó de pálida a rosada, sus ojos perdieron la tonalidad de pánico, y lentamente dejó de saltar cada vez que alguien aparecía, moviéndose en silencio.
Cuando le pregunté si estaba lista para irse a casa, se negaba. Se arrojaba a mis pies, rogando quedarse. No tenía nadie a quien volver y profesaba amor por mí. Ella quería que la amara. Pero no podía. Nunca podría. No podía recurrir a usar a mujeres rotas. Nunca podría encontrarme a mí mismo después de que sucediera.
En lugar de ello, usaba a profesionales. Jugaba mis oscuras fantasías con mujeres que con mucho gusto aceptaban 10.000€ por un poco de dolor. Nunca me satisfacía. Dejaba mi garganta cubierta de insatisfacción, pero ese era mi sacrificio. Nunca jamás volvería a tocar a una esclava.
Suzette se convirtió en fundamental en ayudar a las chicas a curarse. Se hacía amiga de ellas, y encontraban su camino de regreso a la felicidad más rápidamente.
Nuestro pequeño equipo había trabajado bien durante años. Me centré más en las propiedades que en salvar mujeres. Amplié la compañía al sudeste de Asia, Fiji, Nueva Zelanda y Hong Kong.
Entonces mi mundo se giró al revés.
Llegó la esclave cincuenta y ocho.
En el momento que se tropezó en el umbral, todas esas necesidades oscuras rugieron y arrasaron dentro de mí. Quería tirarme por las escaleras y tomarla allí mismo. Malditamente la quería, la quería, la quería.
Ella era diferente.
Ella no estaba rota.
Por primera vez, una esclava venía a mí escupiendo y viva. La inteligencia ardía en sus ojos y me puse duro, no podía controlarme. Sabía que no sería capaz de parar, y la odiaba casi tanto como me odiaba a mí mismo.
Finalmente conocí a una mujer con el mismo fuego y pasión que yo, y lo único que quería hacer era romperla. Quería que fuera mía en todo los sentidos humanamente posibles.
Yo era un bastardo enfermo e iría al infierno por lo que fantaseaba.
Después de haber luchado durante doce años contra la bestia, esta había surgido de su jaula y se negaba a volver. Una vida llena de impulsos no podía ser negada. Ellos me alcanzaron, me tomaron como rehén, y caí en el papel de amo con tan poco esfuerzo, como si fuera el verdadero yo. El verdadero yo. El monstruo.
Ella era mía.
*Presente*
Ella negó con la cabeza, mirando a mi alma negra con esos ojos gris paloma. —Nous sommes les uns des autres.— Somos el uno del otro.
Dos emociones luchaban por el espacio de mi pecho. La bestia se tambaleaba hacia delante, dispuesto a degradarla y herirla, mientras que la otra quería reunir cada centavo de la suavidad que yo tenía.
Después de todo lo que había hecho. Después de todo lo que Lefebvre hizo... mi corazón se aceleró. Ese bastardo de mierda. La ira negra se reunió de nuevo con el pensamiento de él violándola. Quería cavar en su tumba sin nombre y desmembrarlo pieza por pieza. Un solo disparo fue demasiado bueno para ese imbécil.
Pero Tess sobrevivió. Era fuerte y brillaba. Nunca se rompió.
Me apreté contra ella de nuevo, silbando entre dientes por el ardor en mi polla. Quería follarla tan fuerte, pero también necesitaba dominar otros impulsos.
—Nous sommes les uns des autres,— repetí, besándola profundamente. Su suave gemido envió mi cordura fuera de control. ¿Cómo me las había arreglado para enviarla lejos? ¿Echarla de mi habitación después de que me dejar latigarla hasta el punto de extraer sangre? Había sido un sangriento santo con la fuerza de voluntad de un ángel.
Yo lo había sacrificado todo, porque me negaba a romper a una mujer perfecta. Una mujer que había brincado en mi vida con chispas y fuego, amenazando con quemar mi propia existencia hasta los cimientos.
—No puedo creer que hayas vuelto,— murmuré con el corazón galopando, aún sin poder creer el juramento de sangre que habíamos hecho. Unté el carmesí residual sobre su garganta, pasando los dedos a través de su clavícula.
Mis ojos cayeron al tatuaje de su muñeca. Puta mierda, ¿qué estaba tratando de hacer por mí? Ella le hablaba a la oscuridad en mi interior, y a pesar de su miedo, se paraba para mí. Quería ponerla en el suelo para hacerla obedecer, pero su rebelión también era mi perdición.
Nunca me libraría de ella.
Tess Snow.
Tess esclave.
Mía.
Toda mía.
No puedo esperar más. Regresó en sus propios términos. Ahora es mi turno.
Me puse de pie, empujando mi erección en mis pantalones, haciendo una mueca por lo jodidamente difícil que era. Esta maldita mujer había lanzado un hechizo sobre mí. Tess parpadeó, mirándome con esos ojos embriagantes de Bambi, rogándome que la follara y la hiriera.
Gemí. Si hacía esto, no habría vuelta atrás. Ella se convertiría en todo lo que necesitaba. Tenía que confiar en su promesa. Que la promesa sería lo suficientemente fuerte. Espera por Dios que ella estuviera en lo cierto porque había acabado de luchar.
El monstruo rugió, golpeándose el pecho, se me hizo la boca agua al pensar en lo que estaba por venir.
Yo estaba hecho para ella y ella era mía, en todos los sentidos.
—Ven.— La agarré de la muñeca tatuada, sacándola de la biblioteca. Caminando a través del vestíbulo, sus pequeños pantalones enviaron lujuria a un reino de locura. Joder, la necesitaba. Para gritar, se retorciera y sangrará.
¿Qué clase de hombre necesitaba hacer sangrar a una mujer? No uno cuerdo. Estoy infectado. Envenenado. Destinado al infierno.
Golpeé mi puño contra la puerta oculta debajo de las escaleras, empujando con violencia el panel de madera.
Tess se estremeció, pero no se alejó.
Levanté una ceja cuando la puerta se abrió, dándole una última oportunidad de admitir que ella estaba cometiendo un gran error. No es que eso marcara ninguna diferencia. No iba a dejar que se fuera de nuevo. Esclava voluntaria o no. La bestia la prefería involuntaria, porque estaba enferma. Muy enferma.
—Je suis à toi.— jadeó.
Apreté los dientes. Joder, sí, ella era mía. De nadie más. Tenía suerte de que no era ni un cuarto del chico estúpido con el que fue a casa. Idiota. Dormir a su lado cada noche, tocándola. ¿No podía ver el tesoro único que tenía? Mi pecho se hinchó de orgullo. Tess lo dejó por mí. Ella era demasiado para un chico. Necesitaba un hombre con un demonio dentro.
Nunca pensé que alguna vez encontraría una bestia femenina con los mimos deseos como los míos.
Pero ella me encontró.
Mi espalda se ondulo con tensión cuando la arrastré hacía abajo por las escaleras.
Las luces hicieron clic automáticamente, iluminando la barra de teca oscura, la mesa de billar, un estudio de grabación de música, y un sauna.
Tess no dijo una palabra mientras sus ojos se posaron en la mesa de billar, su pecho bombeando. Maldita sea, ame tocarla esa noche. Había estado tan listo para violarla, para tratar de deshacerme de la enfermedad de un solo golpe, pero ella lucho demasiado, poniéndome demasiado caliente.
Quería la agonía desapareciera con el suspenso. Quería torturarme a mí mismo con el insano y doloroso impulso de llenarla con mi erección.
Estuve bastante orgulloso de mi fuerza esa noche. Si la hubiera violado, quién sabe si ella hubiera podido haber manejado todo lo demás que le había hecho.
Tess tropezó conmigo, incapaz de apartar los ojos de la mesa. La envolví, encarcelándola con mis brazos, gruñendo. —¿Recuerdas mis dedos dentro de ti, esclave? ¿Recuerdas lo mojada que estabas? Incluso entonces, tu cuerpo sabía que me pertenecía.—
Ella se estremeció, apretándose y tensándose, pero maleable y femenina al mismo tiempo. —¿Vas a terminar lo que empezaste esta anoche? ¿Tomarme sobre la mesa de billar?— Una lengua rosada se lanzó entre mis labios, tentándome más allá de del limite.
Joder, apenas podía sostenerme en pie, mi erección ardía tanto.
—No. Tengo otra idea.—
Ella contuvo la respiración, sentía el pulso en su muñeca mientras la sostenía.
Los pensamientos racionales aplastaron a la bestia caliente en un lado. Me entró el pánico. ¿Cómo demonios iba a suceder esto? ¿Cómo podría lastimarla y luego... no? ¿El insano impulso de golpearla alguna vez se iría? Yo tenía que ver constantemente lo que hacía, lo duro que lo hacía. Nunca podía imaginar ser mi padre. Nunca.
La giré, atrapándola contra mi pecho, frotando mi erección contra su vientre. —Tu piel es demasiado perfecta. Quiero dejar cicatrices en ella.— Apreté los ojos cerrados. Yo sonaba como un maldito enfermo, pero mierda, la idea de marcarla permanentemente me volvía loco.
Se movió, empujando las caderas contra mi muslo, montándome, volviendo deliberadamente loco. Tan valiente, tan estúpidamente valiente. —Ya me dejaste cicatrices. Simplemente no puedes verlas.—
Inspire una respiración. Las imágenes de su alma hecha trizas a causa de lo que había hecho me hizo estremecer.
Forzando mis pensamientos a irse lejos, y gruñí, —Sólo para que quede claro, yo soy tu amo y tu eres mía... eres esclave. Voy a hacerte daño. Voy a follarte, y cuando hayamos terminado, voy a tratar de darte lo que quieres. Voy a tratar de hablar, o charlar, o lo que quieras que haga.— Suspiré pesadamente, tensándome cuando la negrura me reclamó. —Pero no puedo prometerte que vaya a ser capaz de hacerlo.— Tratando de ser semi-humano, exigí, —¿Todavía quieres hacer esto? Sabiendo que puede que no sea capaz de hacer otra cosa que tomar y tomar. ¿Hasta que no puedas darme más? ¿Hasta que estés seca?—
Ella asintió, mordiéndose el labio, estrechando la boca con necesidad. —Oui, maître.— Los ojos grisazul calientes, llenos de sexo y anhelo. Ella bajó la cabeza, los rizos rubios escondían su rostro; una emoción dominante se disparó a través de mi cuerpo.
La libertad que ella me concedía, para permitir que mezclara mi oscuridad con la de ella, era indescriptible. Yo quería aplastarla en un abrazo, y nunca dejarla ir. Quería follarla con tanta fuerza que se rompería en mis brazos. Quería besar su frente y cuidarla de nuevo hasta que se curara después de herirla. Quería tantas cosas. Tantas cosas que nunca pensé que podría tener.
No podía dejar de mirarla. Ella se arqueó, presionando sus labios suaves y frágiles contra los míos. —Maître, castígame. Merezco ser castigada por follarme a otro hombre mientras estaba lejos de ti.—
¿Qué. Demonios?
Mi cuerpo se detuvo en seco. Mi mundo giró con azufre e infierno. Envolví los dedos alrededor de su garganta. —¿Te atreves a admitirlo? ¿Eres suicida?— La apreté hasta que apareció cierto miedo en sus ojos y me alimento. Mierda, me alimentaba. El miedo, la fragilidad. Una delicada ave que podría borrar de la existencia tan fácilmente.
El horror templó mi ira; forcé mis dedos a relajarse. ¡Contrólate!
—No soy suicida, pero estoy cerca si no me tocas. Estoy en el filo de la navaja necesitándote, Q.—
Al oír mi nombre en sus labios se encendió la mecha que había intentado que no explotara. Había terminado de retenerme. No más charla.
Agarrando su cabello, la arrastré a la barra de cristal que había delante de la mesa de billar. No estaba de humor para juegos. Tenía ganas de alcohol y de mojarme.
La presioné sobre la barra, deleitándome con sus gemidos, sus gritos, sus sexys pantalones. —Te arrepentirás de haber dicho eso, esclave. ¿Quieres ver lo oscuro que puedo llegar a ser? Bueno, no puedes. No hasta que pruebes tu promesa. No hasta que confíe en que eres lo suficientemente fuerte.—
Envolví mis dedos alrededor de la base de su cráneo, colocando su mejilla contra la encimera de granito frío.
Se retorció, presionando su culo con fuerza contra mí. Maldita sea, esta mujer.
—¿Eso te pone celoso? ¿Quieres borrar de mis recuerdos de él con tu polla? Porque quiero que lo hagas. Te necesito. Q... por favor... Q.—
Mierda, ¿quién era este animalito? ¿La he creado o ha sido siempre así de retorcida? Mi piel se desató con un hormigueo. Emociones que nunca antes había experimentado explotaron. Felicidad. Verdadera, felicidad desenfrenada.
La estruje en buena medida. —Estoy tan jodidamente celoso de ese chico. Estaba celoso de Franco cuando voló de regreso contigo a Australia. Estaba celoso de Suzette por ganarse tu amistad. Incluso estaba celoso de mí mismo cuando te follaba. Joder, sí, estoy celoso. Enfermizamente celoso.—
Tu boca se torció. —Bien. Soy feliz.—
Sacudiendo mi cabeza, agarré la parte posterior de su vestido gris, el mismo vestido que le había comprado, y arranqué hacia abajo la parte de atrás. Ella tembló con ruidoso grito de la tela destrozada. Una vez que lo destruí, dejé al descubierto su espalda, culo y muslos.
Mi palma se crispó y no pude detenerlo. La azoté. Fuerte. Probablemente demasiado fuerte, pero ella gritó de placer, mi erección se sacudió y casi me corrí.
Instantáneamente, su carne blanca se puso roja con la marca de mi mano. Gemí, acariciándola, queriendo más, siempre anhelando más.
Cuando me quedé inmóvil, temblando con la necesidad de ir demasiado lejos, Tess me miró por encima del hombro. —¿Un azote? ¿Eso es todo lo que sientes que merezco?—
Literalmente, no podía soportarlo. La golpeé muy fuerte. Tan. Malditamente. Fuerte. Mi palma quemaba y picaba. Las lágrimas brotaron de sus ojos, y estrellé mi erección palpitante contra su culo, palpitando con mi corrida sin liberación.
Necesitando darles a mis manos algo que hacer, abrí el mini bar de abajo y saqué una botella de champán helado.
Arranqué la lámina de oro y hice estallar el corcho, estremeciéndome con tanta necesidad reprimida, que no podía pensar con claridad.
Tess me miró, las lágrimas brillando en sus mejillas y sus pestañas. Su rostro presionado obedientemente contra el mostrador, sin decir una palabra.
Una vez que el penetrante olor del alcohol llenó el espacio, le di una sonrisa tensa, luego volqué el champagne caro en toda su espalda, empapando su cabello, haciéndola temblar con burbujas y escalofríos.
Tess gimió, retorciéndose, sus caderas trenzadas con las mías. Gruñí, bebiéndome la última gota de su culo rojo y azotado. Electrizante y presionando, quería hacer mucho con ella, pero mi necesidad de correrme tomo todo el control de mis manos.
Ella quería ver lo lejos que podía llegar. Nos esperaba un futuro lleno de pecado y libertinaje. Le enseñaría el significado de la oscuridad, la iniciaría en mi mundo.
Una emoción se disparó entre mis piernas y en mi vientre. Un futuro. Juntos.
Mi mente corría, incapaz de permanecer en un pensamiento conciso. Ella me lo daba todo voluntariamente, en una bandeja de sexo, lista para tomarla. A cambio, yo le debía una retribución a sus secuestradores. Quería poner los cadáveres a sus pies y demostrar que podía ser un monstruo, pero yo era su monstruo.
Una bestia que se convertiría en salvaje con aquellos que se habían equivocado con ella.
Agachándome, le rompí el tanga blanco con los dientes, arrastrando la lengua ansiosa por un lado de su espalda, lamiendo sobre las costillas.
Sus costillas eran vírgenes, sin tatuajes, a diferencia de las mías. Yo había estado cuatro años para ser exactos, añadiendo más y más aves cuando salvaba más y más esclavas.
El hecho de que Tess se firmara a sí misma como un ave me dijo lo profundo que ella ya había llegado. Cuánto me necesitaba. Todo de mí.
El sabor de ella y del champán me empañaban el cerebro. Necesitaba más.
Cayendo sobre mis rodillas, le agarré los tobillos, abriéndole las piernas con fuerza. Se deslizó, las manos agarrándose de la encimera. —Q... dios, sí.—
Su voz vibró a través de mí, enviándome lujuria a toda marcha. Me pare de nuevo, quitándome la corbata de un solo golpe. Sus ojos se abrieron. —No, no me amordaces. Seré silenciosa.—
Incliné la cabeza, mirándola. —Obéis. esclave— ‘Obedece’. Cerró los ojos, separando los labios ligeramente, permitiendo que el material la atara. Le puse los dos extremos detrás de la cabeza, se sentía como riendas. La controlaba por completo, lista para ser montada en un frenesí.
Até los extremos de forma rápida y reanudé mi posición entre sus piernas. Su coño expuesto goteaba con su humedad y champán. Era la más deliciosa vista que jamás había visto.
Gimiendo, lamí las burbujas, trazando hacía arriba el interior de sus muslos.
Ella se sacudió, abriendo aún más las piernas.
Joder, sabía increíble. Suave, llena de humo y haciendo alusión a lar orquídeas y a las heladas.
Cuando pasé la lengua sobre su clítoris, tuvo un espasmo, gimiendo, lágrimas goteando. Enterré mis dedos en sus muslos, manteniéndola quieta. Mi erección me dolía muchísimo en los pantalones. Quería empujarla dentro de ella.
Pero primero, quería lamerla y ahogarme con su sabor. Sin previo aviso, estimule mi lengua en su entrada. Gritó, amortiguada por la mordaza, inspirándome a lamer más fuerte. El fuerte olor a champán ahogado en su dulzura. Néctar sólo para mí. Un afrodisíaco alucinante.
Quería morderla, marcarla, violarla.
Perdí la noción del tiempo mientras adoraba su carne rosada. Quien necesitaba tiempo cuando todo lo que necesitaba estaba aquí. Nunca querría volver a comer a menos que tuviera el sabor de Tess.
Pero mi erección estaba mojada con líquido preseminal, palpitando con urgencia para sustituir a mi lengua y follarla. Los juegos tendrían que ser para otro día. Cuando no estuviera a punto de correrme como un puto colegial.
Me puse de pie, respirando con dificultad, limpiándome el jugo de Tess de la barbilla. Quitándome a tientas el cinturón, mis ojos se abrieron con violencia. Tiré el cuero de los bucles, midiendo su peso en mis manos.
Con los ojos llenos de lujuria, Tess me miró por encima del hombro. Sus labios se separaron e hizo una mueca detrás de la mordaza, con las mejillas rojas por la pasión.
Doblé el cinturón por la mitad, palmeando la hebilla de metal. Me golpeé la palma, haciendo una mueca hacia el cinturón, amando cómo ella jadeaba más fuerte.
Incliné una ceja. —¿Esto es suficiente castigo por haberte follado a otro?—
Durante un momento, ella paró. Esperaba un no. Un gemido, una súplica para correr. En cambio, con un brillo azul agudo en sus ojos, negó con la cabeza tímidamente. Ladeó su mandíbula, su lenguaje corporal pidiéndome que le quitara la mordaza.
No quería, pero estaba obligado.
Después de desatarla, contuvo el aliento mientras yacía empapada en el mostrador. Durante una milésima de segundo, no habló, intoxicándome con sus piernas. Entonces ese atractivo y sexy brillo peligroso apareció de nuevo. Escupió, —No pienses malditamente acerca de azotarme, monstruo. Te lo dije, no quiero esto. Déjame ir.—
Oh, Mi. Maldito. Dios. Negación. Violación. Ira. Delicioso delirio.
Mis ojos se cerraron y la bestia volvió a la vida. —Joder, esclave. Te dije que no me tentaras.—
Mis manos se cerraron alrededor del cuero, dándole con fuerza. Esta mujer perfecta estaba a punto de recibir los azotes de su vida. Y luego la follaría. Fuerte.
Ella me dejaba hacerle cosas impensables. Me daba todo lo que necesitaba y más. Alimentaba a ambos, al hombre y a la bestia y nunca sería libre de nuevo. Estaba en mi jaula y nunca abriría la puerta. Ella era la llave. La llave para mi felicidad.
Acariciando su culo, levanté la mano. El momento de anticipación nos tenía a los dos temblando sin control.
Golpeé.
El cinturón silbó a través del aire, la conexión con su piel bañada de champán húmedo con un ruidoso golpe.
Ella gimió y se mordió el labio, apretando los ojos con fuerza.
Mis caderas se sacudieron por propia voluntad, follando al aire mientras golpeaba una y otra vez. Nunca en el mismo lugar dos veces, le decoré el culo con rayas de color rojo. No podía conseguir suficiente oxígeno; mi pecho creció y cayó con cada golpe.
Perdí el control y golpeé demasiado duro, brotaba un pequeño hilo de sangre. Ella gritó, alejando su culo, pero la mantuve inmóvil. —Todavía no he terminado contigo, Tess. Diez azotes por correr. Diez azotes para irte. Y diez azotes por volver a la guarida del monstruo cuando él voluntariamente te dejo libre.— Casi no reconocía mi voz, que estaba muy espesa por el deseo.
—Son demasiadas. No puedo aguantar tantas.— Las lágrimas goteaban y toda su cara estaba desconsolada.
—Tú eres la que quería oscuridad. Te daré oscuridad.—
Y lo hice.
Treinta piezas de oscuridad.
Treinta azotes de deliciosa tentación que hacían que mi vida parecía cósmicamente brillante en comparación con el negro en el que vivía.
Tess gritaba y sollozaba, pero debajo de todo eso había una corriente subterránea de necesidad sexual. Su humedad seguía corriendo por su muslo, más gruesa, más cremosa que el champán. Podría odiarlo, pero a ella le encantaba.
Una vez que el último beso golpeó su culo perfecto, tiré el cinturón y en el mismo segundo, me desabroché la bragueta, empujando mis pantalones hacía abajo, y saqué mi palpitante erección. —Ábrete,— le ordené, empujando su espalda, doblándola a mi voluntad.
Ella obedeció, gimiendo mientras mi chaqueta de cachemira frotaba contra la piel irritada.
Y entonces, ya no estaba llorando.
Me sumergí tan profundo, tan rápido, sus pies dejaron el suelo y se deslizó sobre el mostrador húmedo con champán. —Oh joder, sí,— gruñí.
Su espalda se arqueó mientras un grito encantado surgió de ella. Pasé un brazo alrededor de los pechos desnudos, sosteniéndola en posición vertical. Mis caderas se clavaron en las de ella, tratando de poseer cada pulgada.
Mi erección estaba hambrienta, desesperada, ya ondulante con el anhelo de llenar.
Ella es tan fuerte, está tan mojada.
Me deslicé dentro y fuera, empujando profundamente hasta que mis bolas golpeaban contra ella.
—Oh, dios, he echado de menos esto,— chilló. —Te he echado de menos. He echado de menos el dolor.—
—Cállate y tómalo, esclave.— Empujé, torciéndole el pezón y mordiéndole el cuello. Me temblaba la mandíbula con la necesidad de extraer la sangre de nuevo. Me volvía salvaje por su sangre. Era la mejor droga. El elixir de la bestia en mi interior.
Su calor, la carne azotada quemaba en mi vientre bajo; no podía pensar en otra cosa aparte de follarla. Perdí el control. Expandiendo mi postura, envolví los dedos alrededor de sus caderas, me entregué a la oscuridad.
—Tómame, Tess.—
—Ya te he tomado, maître.—
La golpeé, más allá de cuidar que sus caderas chocaran con el granito duro o las rodillas magulladas contra los gabinetes. Estaba centrado en el placer.
Ella gritó, empujando hacia atrás, instándome a ir más fuerte, más fuerte.
No podía respirar mientras una filosa banda de liberación aceleraba mi polla, exigiéndome que brotara dentro de esta increíble esclava. Esta mujer que puso mi mundo al revés. Esta mujer... que era la clave de mi perdición.
Gruñí como una bestia salvaje que se entregaba al placer. La sensación explotó desde mis muslos, por mis bolas y dentro de mi erección. Empujé como un monstruo con sólo unos segundos para vivir, llenándola, marcándola, asegurándome que ella sabía quién era su maestro.
En el momento en que me chorreé, ella se apretó a mi alrededor. —Joder, sí, Q. Oh, dios. Dámelo. Te quiero. Quiero todo de ti.— Ella se corría y se corría, peleando, tomando cada gota que tenía que darle.
Sufrí un espasmo y me retorcí cuando la intensidad prepotente se reemplazó por el caliente placer, pero no pude llevarme a mi mismo a dejar de mecerme en su interior. Nunca querría dejar su calor, su oscura humedad. Era donde yo pertenecía.
Ella se puso floja, respirando como un mirlo atormentado. Mis piernas se debilitaron y tambaleaban. Tiré de ella hacía mis brazos, en dirección al suelo en una maraña de cuerpos sudorosos y cubiertos de champán.
Ella se echó a reír cuando la puse sobre mi vientre, protegiendo su desnudez de los fríos azulejos. Aunque estaba agotado, mi erección no se suavizó y cada contorno incendiaba una nueva vida dentro de si.
¿Nunca iba a tener suficiente de ella? ¿Alguna vez iba a demostrarle lo oscuro que podía llegar a ser?
Ella intentó apartarse, pero la entrelacé entre mis brazos con más fuerza. —¿Dónde crees que vas?—
—Pensé que te estaba aplastando.— Ella retorció su culo, enviando chispas a través de mis bolas. Después de un mes de no tenerla, ella no se iba ir con tanta facilidad.
La golpeé suavemente el vientre, consciente de que su culo estaba dolido después del cinturón. —¿Crees que he terminado contigo, esclave?— Le acaricié la oreja, lamiéndola suavemente. —Apenas he comenzado.—
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