*Ruiseñor*
Mis oídos explotaron con el descenso.
Al instante reconocí el zumbido de los motores y el repiqueteo suave del metal. Estaba en un avión hace tan sólo una semana. ¿Había pasado una desde que era una prisionera? Se sentía mucho, mucho más tiempo. Había cambiado tanto. Mi vida ya no giraba en torno a los exámenes y a cuando podía ver desnudo a Brax. Ahora, sólo estaba centrada en supervivir.
Seguía teniendo la capucha negra encima de la cabeza, y traté de mantener la calma. Volverme loca no ayudaría nada.
Me seguían molestando los oídos mientras el avión salía de las nubes, regresando a tierra. ¿Dónde estaba? Me habían hecho el pasaporte por algo, así que debería estar en el extranjero.
El tiempo dejó de tener sentido cuando aterrizamos. Por último, se apagaron los motores y me dolieron más los oídos por el abrupto silencio.
Mientras seguía sentada allí, con las manos atadas y la cabeza dolorida por haber sido drogada, mentalmente me estaba preparando para lo peor. La siguiente etapa de mi nueva vida. Tenía que protegerme. Tenía que estar preparada para luchar y correr.
No podía pensar en arrepentimientos y en mi pasado. No podía pensar en Brax.
Y definitivamente no podía pensar en lo que me esperaba.
Una sonrisa triste adornaba mis labios. Si alguien me hubiese preguntado hace una semana a qué le tenía más miedo, hubiese dicho grillos. Aquellos malditos saltamontes voladores me asustaban.
Ahora, si alguien me preguntara, diría tres palabras muy cortas.
Tres palabras muy cortas que me asustaban, me robaban el aliento, y hacía que la vida me pasase por delante de los ojos.
Tres palabras muy cortas.
Me habían vendido.
Ruido.
La puerta del avión se abrió y unos pasos me asustaron. Mis sentidos estaban embotados, silenciados por la capucha negra, y mi mente enloquecía con imágenes terroríficas.
Escuché a voces masculinas discutir y alguien me cogió del brazo haciéndome daño y me ayudó a ponerme de pie. Me estremecí, grité y me gané un puñetazo en la barriga. El golpe aterrizó en una zona especialmente sensible, y de repente, todo era demasiado. Había sido tan fuerte y nada había cambiado mi futuro. Las lágrimas corrían por mi cara. Las primeras lágrimas derramadas, pero sin duda no serían las últimas.
No podía limpiármelas, y me eso me hizo sentir peor.
Me azotaba un viento muy frío, desapareciendo el suéter holgado de color marrón que llevaba. Los dedos helados del invierno me dijeron que ya no estaba en México.
Seguí avanzando hasta que me cogieron fuertemente otras manos, arrastrándome contra un torso duro. “¿Esta es para el Señor Mercer?”
“Sí. Nuestro jefe espera que la disfrute. Tiene espíritu. Debería divertirse rompiéndola.”
Mi estómago se retorció, amenazándome con vomitar. Oh, Dios.
“Pas de problème[1]. Estoy seguro de que lo hará.”
Las palabras francesas me pincharon los oídos.
Con un duro tirón, mi nuevo captor me tiró hacia adelante. No tuve más remedio que seguirle. Después de un tiempo, me paró. Me dolió la costilla, pero me paré. Encorvada mostré la cobardía y la incertidumbre. No era ninguna de esas cosas. En cuanto me quitaran la capucha de la cabeza, empezaría a correr.
Me pusieron una cuerda sobre la cabeza, agarrando mis orejas a través de la capucha negra. Moví mi cabeza, sintiéndome como un pony premiado; una pura sangre para una fábrica de pegamento.
Murmuraban voces varoniles, gorjeaban con tonos profundos y ásperos. Me esforcé por escuchar, pero el viento se llevaba las vocales antes de que pudiera comprenderlas.
El chirrido de los motores de los aviones se hizo más fuerte cuando aterrizaba otro avión. Teníamos que estar en un aeropuerto comercial, pero había contrabando en la carga. No podía ver nada, pero sabía que no había estado en una cabina con asientos blandos y azafatas. Hacía un frío glacial y era terriblemente incómodo.
Estaba de pie, temblando, mientras los hombres hablaban. Las lágrimas que había derramado se me habían congelado en las mejillas, recordándome que tendría que sobrevivir con este frío. Tendría que ser un carámbano helado, impenetrable, agudo y mortal.
Una mano me volvió a coger el brazo, guiándome hacia delante. Me tambaleé, ciega y desorientada. El cordel que había alrededor de mis muñecas me quemaba en cada paso.
¿Por qué no me ponían unas esposas, o algo menos rudimentario? Después de todo, la venta de mujeres debería ser un negocio rentable. ¿Cuánto le darían por comprar a una mujer australiana no virgen sin haber terminado Bachillerato?
Me compraría mi libertad. Burbujas de risa maníaca me hacían cosquillas. Voy a ir a banco para pedir un préstamo para comprarme, soy una buena inversión. Solté un bufido. Oh, Dios, me estaba perdiendo.
No caminamos mucho más. Nos detuvimos y me empezó a latir el corazón más fuerte, esperando, esperando, esperando.
Un fuerte tirón en las muñecas, y de repente, era libre. Me dolían los hombros de tantos tirones, lleve mis hombros hacia atrás, rodándolos, sacando las torceduras.
Era libre.
En un espacio totalmente abierto.
Podría correr.
Alguien me quitó la cuerda que tenía alrededor del cuello, junto con la capucha. Miré a la izquierda y a la derecha, investigando los alrededores.
Tres hombres muy fuertes formaban un triángulo alrededor de mí. Todos llevaban trajes negros y tenían los pelos oscuros. El cielo nocturno brillaba con un spray de pimienta de estrellas de plata. Una luna creciente cortaba el terciopelo negro. Quería mirar con asombro.
“Sube a bordo,” me ordenó el hombre, los ojos ocultos por las sombras, incluso en la oscuridad. Su acento era fuerte, envuelto en autoridad. Me puso las manos sobre los hombros, empujándome hacia un avión privado.
Brillaba el fuselaje blanco, goteando riqueza. Las iniciales Q. M. estaban impresas con caligrafía de lujo en la punta de la cola y en las alas.
¿Ese era el hombre que me había comprado? ¿Un rico propietario de un avión que compraba mujeres como si fuesen un par de calcetines nuevos? Si era tan rico, no necesitaba comprar mujeres... a menos que... Tragué saliva. Quizá tenía fetiches enfermos. Le gustaría hacer daño y disfrutar de los placeres sádicos.
¿Cuánto tiempo iba a sobrevivir?
Estaba a punto de descubrirlo.
“Vamos. Sube las escaleras.”
Ahora o nunca, Tess.
Reboté sobre las puntas de los pies, fingiendo que obedecía. Mi cuerpo se aceleró con energía y me giré. Siempre había sido una corredora. Solía correr en la escuela y corría todos los días en la cinta de correr para ponerme en forma para las vacaciones con Brax.
Mi cuerpo sabía cómo huir.
Cerré mi mente y el instinto se hizo cargo.
Volé.
El asfalto frío me mordió los pies mientras corría con más fuerza. Los hombres se pusieron en acción. Probablemente me dispararían, pero no me importaba. A lo mejor una bala en la cabeza podría ser la mejor opción.
“¡Arrêtez!” [2]gritó un hombre, seguido de “¡Merde!”
Cogí aire, ya que me silbaban los pulmones. No tenía ni idea de a dónde me dirigía. Podía ver muchas cosas. La terminal principal con las luces brillantes parecía las puertas del cielo, demasiado lejos en la distancia.
Las palabras Charles De Gaulle eran brillantes y llamativas, burlándose de mi esperanza y de la seguridad. Demasiado lejos. Nunca podría llegar a esa distancia. No con los sabuesos siguiéndome.
Los hombres se fueron acercando e intenté correr más rápido. Si tan sólo pudiera volar, tal vez podría ser libre.
Un cuerpo salió de la nada, cortando mi trayectoria.
Nos caímos al suelo. El asfalto me raspó el muslo y grité.
Me sentó en el suelo y vi al que me había tirado, se parecía a los otros guardias, llevaba unas gafas oscuras y llevaba un traje de negocios.
Mi pecho se movía intentando coger aire, me dolía mucho la costilla. Lo intenté. Fallé. Empecé a llorar, me quemaron por las mejillas sonrojadas cuando el hombre me cogió.
Creo que me había hecho un esguince en el tobillo. Quería llorar y gritar. Mi cuerpo estaba dolorido, no podía correr más rápido.
Miré hacia abajo y mi esperanza se esfumó, estaba de nuevo bajo las garras de uno de los guardias.
No miré a ninguno de los hombres y subí mansamente los escalones del avión privado. Los hombres murmuraban y reían mientras me sentaba derrotada en un sillón de cuero blanco.
Lo intenté. Fallé. Lo intenté. Fallé. Me repetía una y otra vez.
No te rindas. La próxima vez podrías ganar. La próxima vez podría funcionar. Mis manos se cerraron. Nunca dejaría de buscar una salida.
Nunca.
“Levántate. Ya hemos llegado.” Alguien me pisó y me dolió el tobillo hinchado.
Me estremecí y abrí los ojos. Fingir que estaba durmiendo no había funcionado. Cada momento en el que estaba rodeada de lujo, hervía con pensamientos de cómo mutilaban a los guardias y tomaban rehenes.
Pero yo no hice nada. Me senté en la silla, como una muñeca.
Parecía que había pasado mucho tiempo desde que había estado con Brax. Me gustaría hacer algo para volver a mi antigua vida, para que volviera mi novio. Daría cualquier cosa por cambiar todo lo malo que tenía por cosas dulces y puras en lugar de oscuras, siniestras y sádicas como la propiedad que espera ser.
Si pudiera presionar el botón de rebobinado, lo haría, empezando por no ir a México.
Me puse de pie y el guardia de antes me ayudó a avanzar por el pasillo alfombrado. Me tenía cogida por la muñeca haciéndome daño, cuando llegamos a la parte inferior de la pequeña escalera, me dejó en manos de su colega. El vendaje que había sobre mi tatuaje me proporcionaba muy poca protección. Estalló el dolor y me picaba. Lo odiaba.
En el momento en el que bajé del avión, me congelé. Estábamos de pie en medio de una pista de aterrizaje de césped bien cuidado, escarchado con hielo, estaba igual de oscuro que en las profundidades del infierno, aparte de la hermosa casa señorial que había al final. Había una iluminación muy suave iluminando la casa, era de arquitectura francesa.
El guardia me cogió del codo y empezamos a caminar a través de la hierba. Tropecé, aturdida por la incomprensible riqueza. ¿Quién podía permitirse un avión privado y una mansión?
Mis dedos estaban entumecidos cuando empezamos a subir las escaleras de la entrada. Cuatro gruesos pilares nos daban la bienvenida. Había una fuente con tres caballos, todo esto era demasiado perfecto para un hombre que compraba mujeres.
De nuestra respiración salía vapor del frío que hacía, el guardia llamó a la enorme puerta de plata antes de abrirla mientras me empujaba para que pasara.
Una vez dentro del cálido abrazo de la casa, se quitó las gafas, aunque se las colocó encima de la cabeza. Tenía los ojos vivos y de color verde. Busqué la maldad, la misma que tenían los hombres que me habían secuestrado en México, pero para mi sorpresa, eso no fue lo que lo encontré. Sus ojos eran compasivos.
Inclinó la cabeza, mirando al frente y arriba.
Esto era todo. Mi nuevo comienzo. Mi nuevo final.
“Bonsoir, esclave” [3]
Mis ojos se fueron hacia la gran escalera de terciopelo. Había obras de arte colgadas en las paredes doradas de oro.
Un hombre con un traje gris a cuadros, con camisa de color negro, corbata plateada y pelo oscuro y corto, me observaba desde el rellano.
Todo mi cuerpo se encendió y apreté la mandíbula. Parecía que me estaba comiendo con la mirada y me aterrorizaba. Todo en él gritaba crueldad y poder. Se mantuvo orgulloso y real como si fuera su castillo y yo fuera más inferior que él.
Nuestros ojos se encontraron, y algo se estremeció en mí. ¿Miedo? ¿Terror? Algo en mi interior sabía que él era peligroso.
Sus labios temblaban mientras yo cogía aire. Se quitó las manos de los bolsillos y las colocó en la barandilla, sus dedos eran largos y fuertes, incluso desde la distancia. La forma en la que me miraba era demasiado. Me sentía desecha, despojada de mi alma.
Di un paso atrás, chocando contra el guardia que tenía detrás. Él inclinó la cabeza, susurrándome al oído: “Saluda a tu nuevo amo.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario