*Gorrión*
La palabra amo resonaba como una mala sintonía.
Amo. Amo.
No, no era mi amo. No con ese corto y brillante cabello y su afilada sombre. No con su apretada, y delicada barba y su ordenado físico.
Él no era mi amo. Nadie lo era.
Las lágrimas me pinchaban en los ojos mientras pensaba en Brax. Parecía que estaba a un mundo de distancia de esta realidad. Brax era joven, un gran trabajador hasta la médula. El hombre me miraba con ojos de color jade pálido y tenía una cara cincelada, en total contraste.
Su poder se percibía en el ambiente, perturbándome más que nada. No estaba gordo, no era el repulsivo bastardo que usaba su dinero para comprar esclavas sexuales. No era nada monstruoso. ¿Quién era este hombre?
Abrí los ojos como platos, mirando a mi... al propietario de la casa. Mi.… amo. No, nunca.
No me importaba quién era, porque mi vida me pertenecía. Subí la barbilla, mirándolo. No me dejaba intimidar por su riqueza o por su estatura. No me importaba que fuera alto y que se moviera como si todo el mundo le fuera a lamer los zapatos. Nunca lamería nada suyo.
El hombre no paraba de mirarme, atrapándome con su mirada.
Lentamente, se apartó de la barandilla y se dirigió hacia las escaleras.
Tragué saliva.
Era como el agua, si sabes nadar no pasa nada, pero es peligrosa si no sabes. Corrientes mortales acechaban por debajo de la superficie. Lo miré, tratando de averiguar qué placeres enfermos ocultaba, que eran difíciles de conseguir con una mujer dispuesta.
Mi corazón se aceleraba con cada paso que daba, descendiendo hacia mí.
El guardia me empujó hacia adelante.
“Hazle una reverencia a tu nuevo amo”.
Me tropecé, pero recuperé el equilibrio instantáneamente. Mis puños temblaron, ya que estaba apretándolos con mucha fuerza. Mis heridas me recordaban que todo esto estaba mal. En algún sentido deformado, parecía inocente como el dueño de la casa, simplemente le estaba dando la bienvenida a un invitado.
“No tengo ningún amo,” le dije, poniendo rebelión en mis palabras. “Déjame ir.
El hombre se detuvo a medio paso, con la cabeza ladeada. Sus dedos se cerraron alrededor de la barandilla, mostrando las uñas cuidadas, sin callos a la vista. Una vez más, sus pálidos ojos conectaron con los míos, dejando mis pensamientos en blanco, aspirándolos sin dejarlos a la vista.
Hasta ahora, su rostro había sido ilegible, pero a medida que nos seguíamos mirando, me zarandeaban sus destellos de emoción. Enfado. Interés. Molestia. Renuncia. Y, por último, un resplandor... lujuria.
Mi respiración se aceleró y traté de dar un paso atrás, pero choqué con el pecho del guardia.
Él guardia colocó una mano pesada y caliente entre mis omóplatos y me empujó, obligándome a luchar. “Haz lo que te digo.”
Había miles de pensamientos chocando en mi cabeza. Quería girarme y robarle el arma que llevaba enfundada bajo el brazo. Quería dispararles a todos. Quería romper todas las obras hermosas y artefactos de valor incalculable que había por toda la habitación. Cosas de esa belleza no merecían pertenecer a un hombre cuyos matones forzaban a una esclava sexual a inclinarse.
“Bastardo,” murmuré, odiando no poder hacer nada. Todo lo que podía hacer era obedecer, por ahora.
“Para. Si ella no quiere inclinarse, no la obligues.” La voz masculina me recordó al acero brillante, formándose con precisión y fuerza. Era el sonido de la autoridad, a pesar de mis mejores intentos rebeldes. El enorme peso de su voz me obligaba.
El guardia me quitó la mano de la espalda. Él se rio entre dientes. “Si no quiere inclinarse, tal vez quiera gatear.”
Salté una milla, y mi nuevo amo se paró directamente enfrente de mí. Tenía las manos en los bolsillos, la cabeza inclinada ligeramente hacia un lado, como si estuviera inspeccionando una obra de arte.
“Puedes gatear si lo deseas,” murmuró.
“No lo deseo,” le espeté.
Una vez más, nuestros ojos se encontraron y busqué el mal al igual que los hombres que me tenían en México, pero él lo custodiaba muy bien. Nada delataba lo que pensaba, incluso las emociones que había visto antes habían desaparecido.
Nos seguimos mirando durante un rato, antes de que el guardia que estaba detrás de mí se aclaró la garganta. Rompió el frágil silencio y me condenó a lo que iba a ocurrir a continuación.
“Laissez-nous”, [1] El hombre hizo un movimiento con su mano señalando la salida. Al instante, el guardia salió junto con otros que no había visto hasta ahora. El susurro de sus trajes sonaba como una sentencia de muerte, ya que iban hacia la puerta.
Oh, Dios.
Mis ojos se movieron hacia la izquierda, donde había una enorme biblioteca. Estantes para libros de oro. Los libros que me llamaban, querían que los leyera. A la derecha, un salón descomunal llena de cómodos sofás de diseño, y sillas. Pieles de animales cubrían el suelo, y las enormes puertas de cristal me reflejaban bajo las brillantes luces del vestíbulo.
El hombre estaba a un brazo de distancia. Sentí que las lágrimas iban a empezar a salir.
Miré hacia abajo, incapaz de mirar más. Me sobrevino el cansancio y lo único que quería hacer era dormir, para escapar de esta pesadilla.
“No deberías correr,” me dijo, mirándome de cerca.
Aspiré una bocanada de aire. “¿Quién dice que voy a correr?”
Sus labios, suaves y bien definidos contra las sombras, me crispaba. “Lo huelo en ti. Estás buscando una salida, estás en un lugar que nadie puede encontrarte.” Él se inclinó, enviando una nube de colonia a mi alrededor. “Eres diferente, y te daré eso. Ellos no te rompieron, pero no pienses que vas a poder pelear conmigo. No vas a ganar.”
Mi corazón se aceleró. Su tono limitaba el enfado. ¿Estaba enfadado conmigo? La víctima aquí era yo. Mi pecho se hinchó con indignación. “¿Qué esperas? Yo vengo del contrabando, tú me compraste, no he venido libremente. Por supuesto que quiero correr.”
Su cuerpo se estremeció y frunció los labios. “Te voy a permitir una indiscreción. Atácame otra vez y desearás no haberlo hecho.” Sus inusuales ojos verdes miraron hacia abajo, mirándome íntimamente. Dio un paso hacia adelante, tan cerca que el calor de su cuerpo me hacía estremecer. “Hay cosas que tienes que entender.”
Quería dar un paso atrás, para mantener la distancia entre nosotros, pero sería parecer débil. En lugar de eso, di un paso adelante, prácticamente empujé mi pecho contra el suyo. “La única cosa que hay que entender es que eres un monstruo que me compró. Me robaste la vida y a mis seres queridos.” Mi voz se quebró, pero seguí adelante. “Te lo llevaste todo. Eso es todo lo que necesito entender.”
Su mano tocó mi mejilla. Respiré mientras me tocaba la mandíbula con el pulgar, sus ojos brillaron con asombro como sorprendido por haberme tocado. Dejó caer su mano, y envolvió sus dedos largos alrededor de mi codo. “Ven conmigo.”
Me quemó la piel cuando me volvió a tocar, y se me aceleró el corazón. Me giré, tratando de apartarme. “Deja que me vaya.”
Me observó. “No estás en condiciones de pedir, esclava.”
¿Era su acento francés o la palabra "esclava", lo que me enfadaba? Mis terminaciones nerviosas brillaban con rabia. Bastardo. “¡NO. SOY. UNA. ESCLAVA!”
Me dio una bofetada, no fuerte, pero el castigo me puso en mi lugar.
Me mordí el labio, y me cayeron unas lágrimas inoportunas cuando él me arrastró a la biblioteca. Con un profundo suspiro, se sentó frente a mí.
Me estremecí, pero me mordí la lengua. No quería que supiera que me dolía, incluso aunque me pudiera dar analgésicos. Aunque no creo que lo hiciese, era un bastardo de corazón frío que me quería rota y débil.
Inclinándose hacia delante, juntó las manos entre sus piernas abiertas, tan cerca, dominando el espacio. Sus ojos volvieron a buscar mi cara, casi implorando conocer mis secretos.
El malestar me hizo retorcerme, y me negué a hacer contacto visual, prefiriendo mirar el fuego.
No nos movimos y no quería romper el pesado silencio. Quería irme a casa.
Respirando, dijo: “Tú eres mía. No voy a discutir contigo, eres de mi posesión y por lo tanto debes obedecerme en todo.”
Como el infierno.
“No se te permite utilizar internet, el teléfono o cualquier objeto tecnológico. No puedes hablar con el personal y no puedes salir de casa.”
Se puso de pie, los músculos tonificados y se puso al lado de la gran mesa de madera. Cogió un pedazo de papel y una pequeña bolsa negra, él se recostó hacia abajo. “Mis socios no me han dicho de dónde vienes, qué idiomas hablas ni qué habilidades tienes. No eres nadie, este es un nuevo comienzo. Vamos a llevarnos bien. Acuérdate de eso.” Se inclinó hacia delante de nuevo, invadiendo mi espacio. “Eres mía y de nadie más. ¿Lo entiendes?” Sus ojos brillaron de emoción mientras hablaba, como si le encantara la idea. Por supuesto, a él le encantaba la idea. ¿A cuántas mujeres había arruinado?
Las opciones pasaban por mi cabeza. Podía escupirle en la cara. Podía intentarlo y darle un rodillazo en las pelotas. Correr y gritar. Todas esas opciones tendrían consecuencias dolorosas.
Me quedé quieta y muda.
Se puso de rodillas, empujando la silla hacia detrás. Se me aceleró el corazón mientras avanzó poco a poco, su aliento caliente sobre mis muslos desnudos. ¿Tan pronto? ¿Sólo llevaba aquí diez minutos, y quería violarme ya? Mierda, no podía hacer esto. Sólo lo había hecho con Brax, fue el primero, el me robó la inocencia y el corazón.
Respira. Imagina que estás en otro lugar.
Le agarré el brazo mientras él tiraba de mi pierna y me quitaba los calcetines. Sus dedos me apretaron hasta el fondo, convirtiendo mis contusiones y un esguince de tobillo en puntos de calor. Mi rostro se arrugó y me quedé sin aliento cuando el calcetín se deslizó fuera de mi pie, dejándolo desnudo.
Frunció el ceño, mirándome el tobillo. Hinchado y caliente, parecía peor de lo que era, pero él se quedó mirando cómo me sobresalía el hueso. “¿Ellos te hicieron esto?” Su voz era suave y sincera mientras me observaba las piernas, viendo las contusiones, las abrasiones, restos de mi cautiverio y la hospitalidad del hombre de la chaqueta de cuero.
Mi pulso se aceleró al ver su preocupación, luego apareció la ira. “¿Qué te importa? Tú probablemente me harás cosas peores.”
Me miró a los ojos y sus dedos se crisparon en mi pantorrilla. “Me importa, porque no me gustan las chicas heridas, y no voy a hacerte algo peor.” Bajó la voz y sus dedos me seguían apretando. “A menos que te lo merezcas.” Su rostro resplandeció con actitud protectora. Parecía que estuviera batallando con su interés, fuera cual fuera la atracción enferma que sintiera por mí.
Mi corazón se aceleró, se me revolvió la sangre. Tragué saliva y esperé sus manos, sus horribles dedos, pero no pasó nada.
Se echó hacia atrás, dejando de tocarme. Rápidamente, sacó un artículo largo de la bolsa negra y apretó un botón en la parte posterior. Una luz de color rojo brillante salió de la nada.
Arrastrando los pies más cerca, me rozó la rodilla, me quitó el otro calcetín y envolvió el elemento alrededor de mi tobillo no lesionado. El frío me hizo estremecer, pero no se lo impedí.
Se puso de pie, y se sentó en el borde de la silla cuando terminó.
Hablé antes de lo que pensaba. “¿Qué es eso?”
Sentándose, se limpió en los pantalones. “Es un dispositivo de seguimiento.” Haciendo señas a mis piernas desnudas, añadió: “Si estás incómoda, puedes ponerte tus calcetines de nuevo.”
Ignorando el hecho de que me habían marcado una vez más, como los mexicanos, le dije: “No son mis calcetines, son los que me dieron los secuestradores.” No sabía lo que me esperaba que respondiese al decirlo eso, pero la mirada en blanco de desinterés no fue todo.
Se pasó un dedo por la ceja, y miró la hora en su Rolex. “Ese dispositivo me informa de dónde estás en todo momento. No te puedes escapar, esclava.”
Tuve un impulso loco de echarme a reír. Era una completa exageración. Tenía un código de barras tatuado en mi piel, un chip en mi cuello y un GPS en el pie. Lo miré y lo odié tanto como odiaba a los hombres de México. ¿Qué pasó con las otras mujeres? ¿La chica asiática que era tan feroz terminó igual que yo?
El hombre cogió un papel del suelo y me lo pasó. “Esto es todo lo que tengo de ti. Quiero saber más.”
Lo cogí y se me cerró la garganta.
Sujeto: chica rubia en moto.
Código de barras: 302493528752445
Edad: de veinte a treinta.
Temperamento: enojado y violento.
Estado sexual: no virgen.
Salud sexual: no enfermedades.
Guía para el dueño: Recomiendo penas severas para quitarle el mal temperamento. Cuerpo definido, lo suficientemente en forma para actividades extremas.
Historia: sin parientes vivos.
Oh, Dios, Brax. ¿Esto quiere decir que no sobrevivió? No, sentiría si se hubiera ido para siempre. ¿O no? Algo se rompería en mi interior, dejando un vacío si él se hubiera ido para siempre.
Miré hacia arriba, con los ojos abiertos, con la esperanza de algún tipo de compasión, algo a lo que agarrarme mientras me arremolinaba en la miseria, pero el hombre estaba recto, tenso y con los ojos cerrados.
“¿Cuál es tu nombre?” me preguntó con acento francés. Siempre había pensado que el acento francés era suave y sexy. Ahora, lo único que quería era hacer era vomitar y taparme los oídos.
La ira disipó mi miedo sobre Brax y le espeté: “Si no soy nadie, ¿por qué quieres saber mi nombre?”
Un destello de anhelo erótico cruzó su rostro. “Tienes razón. No es necesario. Sin embargo, es una existencia solitaria si nadie te llama por tu nombre.” La forma en la que lo dijo, hizo que me erizara. No estaba intentando ganarse mi simpatía. Él no sabía lo que era la completa soledad.
“¿Por qué me has comprado?”
Se echó hacia atrás, juntando los dedos. “No lo hice. Eres un regalo, un regalo no deseado.” Sus labios se torcieron. “Un soborno, si quieres saberlo.”
Mi estómago se enrolló como una víbora. Me habían dado a alguien que ni siquiera me quería. Al menos, si alguien me había comprado, se había gastado mucho dinero, me trataría mejor. Como un preciado caballo de carreras o un gato de raza cara. Pero esto... Era un regalo no deseado. Al igual que un jersey tejido a mano en Navidad.
“¿Qué vas a hacer conmigo?” mi voz era apenas un susurro.
“Eso no es de tu incumbencia.”
“¿No crees que mi futuro debería preocuparme?”
“No, porque tu futuro es mío.”
Respiré con fuerza ante la injusticia.
Se puso de pie, mirándome. Rápidamente me presionó contra la silla, con las manos sobre las mías en los apoyabrazos. Dejé de respirar. Dejé todo. Estaba inmóvil.
Su mirada me capturó, me vi prisionera en sus ojos de color verde pálido. Brilló algo oscuro y urgente, y luego desapareció. Sus ojos me miraron los labios y la boca.
El aire pesado, caliente del fuego nos quemaba. Cada crepitar de las llamas me hizo retorcerme.
No te muevas. No te muevas.
Finalmente, el hombre se echó hacia atrás. Parecía que le costaba mucho esfuerzo y reajustarse a sí mismo con discreción. “¿No quieres saber a quién perteneces?”
Poco a poco, sacudí la cabeza. ¿Por qué iba a querer saber su nombre si no tenía intención de usarlo?
“No.”
Sus fosas nasales se abrieron y se alejó. Su traje susurraba en cada paso y se detuvo en el umbral.
“Me tienes que llamar por algún nombre, y no quiero que sea ni amo ni dueño. Te ordeno que me llames Q.”
“¿Q?”
No contestó. Se alejó y me dijo por encima del hombro: “El personal te enseñará tu habitación. Recuerda, no trates de escapar. No hay ninguna escapatoria.”
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